Testamento de un pesimista

A ti, Alía, por si un día me faltaras:

Este es un recurso, el más habitual no hace mucho, con el que no contaba para poder ponerme en contacto contigo y que supieras al menos de mi vida; algo que me reconforta pues, al menos, sé que es un medio de relación indirecta que, para un cobarde como yo, y perdida toda esperanza para mi en materia de coraje y empecinamiento, consiste en un monólogo en el que nunca se puede saber en qué estado se encuentra el remitente pero, ante todo, es el medio más sincero.

Llevas demasiados años actuando como si hubiera muerto. De hecho, tus apariciones en mi vida, de todo punto casuales, en los últimos tiempos, se intercalaban en mi subconsciente como la visita del espectro del pasado que reincide como si fuera la Historia Interminable de un Cuento de Navidad.

Parece mentira lo generoso que es el tiempo con la memoria. Efectivamente, creo que debíamos haber sido estupendos amigos, antes de que el deseo nos jugase una mala pasada; incluso creo que la separación que no debió haber tenido lugar nunca entre nosotros, hubiera llegado a ocurrir cuando la madurez nos hubiera desmembrado los brazos y piernas de la pasión.

Y es ahora, cuando uno empieza a darse cuenta de que Newton acaba teniendo siempre razón –malditos ingleses- y los pies y las hormonas acaban siendo vencidos por la Gravedad, es ahora, digo, que nuestro orgullo niño de no arrepentirse de nada juega con la posibilidad de echar el tiempo atrás y vernos reflejados, tantos años después, en el espejo del reproche.

Es ahora, incluso en estos mismos momentos, mientras escribo estas líneas que no sé si llegaré a mandarte, que intento recordar en qué se diferencia lo que siento por ti ahora de lo que sentía entonces y se apodera de mi un vértigo que me hace huir de la realidad. De todo lo que me rodea. De mí mismo.

Nunca volveré a tener esas discusiones que nos ocupaban toda la noche sobre libros, demonios, muerte, tiempo... Me dedico a mantenerlas con mi reflejo en el espejo y, todos estos años, he imaginado qué dirías tú. Qué pensarías de todo lo que hago. No sé cuántas veces habremos coincidido en el tiempo imaginando esas conversaciones. Escuchando música o leyendo algún libro.

Es ahora, sin ese amor puro y loco de la niñez espiritual cuando soy yo mismo el que continúa tus ritos de escribir fumando un paquete, en máquina de escribir de las antiguas, de tener siempre cerveza en el frío para las noches de insomnio, de leer en los cafés con una libreta cerca por si una historia se aparece... Compro tus libros y me encierro en mi universo paralelo mientras te imagino escribiendo.

Quizás, más que nunca, entiendo a Camus. Qué hay más puro que el lado oscuro, qué hay más noble que renunciar a la santidad, si el motivo es el amor y el rencor. Qué hay más humano. Ningún animal puede sentir esto. Ni amor, ni rencor. Venderé mi alma al diablo para creerme inmortal y, con ello, hacer más apacible la ausencia de tu mano en mi mano. Porque la soledad es sólo soportable si existe un vínculo fuerte con el futuro.

Y aquí es donde, de nuevo, apareces tú. Se cruzarán nuestros caminos más adelante, lo sé. Algún día romperé de nuevo mi promesa y te llamaré para que protagonices algún momento postrero de mi vida. O será quizás, es lo más probable, para darte la enhorabuena por algún premio. Quién sabe. El destino va haciendo mella en nuestras nucas pero nunca nos adelanta. Y por más que queramos correr, nunca lo dejamos atrás.

En fin, te lego la memoria, los recuerdos y el corazón. Con razón. ¡Salud!

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