A contraluz

Al subir las escaleras automáticas de las Galerías Lafayette, se dio cuenta de que lo que debía haber hecho era bajarlas. Mientras ascendía, con ninguna opción de retroceder sin armar un escándalo entre las parejas que se apretaban en la estrecha rampa, pensaba en cómo había llegado hasta allí. No hasta ese punto geográfico, sino hasta ese punto íntimo en el que todo parecía suceder dentro de un sueño.

Habían quedado en un café de la rue de la Paix, cerca de Ópera, para tomar una cerveza y tomar fuerzas antes de hacer las compras de fin de año. El “tenemos que hablar” fue contundente. Todo pareció desmoronarse sobre una alfombra de reproches y noes. Ella había cogido un taxi en la misma puerta del café. Él había puesto el piloto automático y se dispuso a recorrer los escasos cien metros hasta las Galerías Lafayette y comprar los regalos que debían hacer, en nombre de los dos, con la esperanza de que al volver a casa, ella estuviera allí, como si nada hubiera ocurrido.

Cuando llegó finalmente a lo alto de las escaleras mecánicas, salió del pequeño dosel amarillento y apestoso de nicotina fría, y la luz le cegó. Entre la niebla y la nieve que empezaba a caer sobre París, el sol luchaba por morir, rompiendo las nubes en el horizonte, ayudado por la silueta de la torre Eiffel y de los rascacielos de la Défense. Sangraba rayos naranjas e iluminaba los tejados que se extendían bajo la mirada ansiosa de los tres o cuatro turistas que se agolpaban en el extremo este de la azotea para fotografiar la cúpula de los Inválidos, iluminada ahora por el astro moribundo.

La nieve caía a contraluz y parecían copos de ceniza, que descendían sin fuerza tras ser expelidos por la hoguera de su memoria. Su cabeza ahora era un torbellino de recuerdos vivos, de posibilidades muertas y de funerales de cuerpo presente.  Encendió un cigarro y exhaló el humo, lentamente, intentando derretir con él los finos copos que lo atravesaban. Se había quedado de pié en la parte oeste de la terraza, junto al borde, lejos de los turistas, absorto en el efecto de la nicotina, en el nudo que se iba formando poco a poco en su estómago, sintiendo cómo su espalda se humedecía de sudor frío cada vez que recordaba todas las excusas y todas las mentiras. Avanzando un paso más hacia el abismo, cada vez que su corazón latía por ella.

Alguien se acercó a él. Al principio, no la vio. Simplemente olió su perfume cuando aún estaba a unos cinco metros. Se dio la vuelta como quien busca alguna cosa entre la multitud, aunque allí arriba ya no quedaba nadie. Nadie más que él y ella. La luz la envolvía de una forma irreal; con la cara y el escote cubiertos de ínfimas gotas y la luz dorada del ocaso, parecía que estuviera cubierta de escamas. Y su pelo ondeaba al viento frío como las algas en el lecho marino. Fue en ese instante en el que él se dio cuenta de que en esa azotea había hilo musical. Acababan de terminar los villancicos y sonaba “The way you look tonight”, de Tony Bennett. Cerró los ojos, aspirando el humo de tabaco y dejando que el rostro brillante que le observaba y que había quedado fijo en su retina, apareciese en negativo sobre sus párpados. Al tiempo que los apretaba con fuerza para no perder la imagen grabada, le susurró al oído: “Yo ya he estado allí…”

Sin abrir los ojos, la besó, deseando que no fuera ella. Se entremezclaron en un abrazo húmedo que deshacía los copos entre sus pechos. Él no abrió los ojos. Siguió soñando. Ella desplegó sus alas de mariposa y volaron hacia el mar de los Sargazos. Siguió volando. Incluso cuando las palas intentaban reimpulsar su ritmo cardiaco, allá abajo, en la acera de la calle Rivoli.

Mosquitos contra la pared

Salgo a tu encuentro de nuevo, como nuevo. Con la conciencia tranquila y la tranquilidad consciente de un careo judicial. Nos eliminamos como mosquitos contra la pared. Acabo de escuchar decir eso a Francis Bacon tras el suicidio de su amante a los treinta y siete años. Según te espero, mi pulso aumenta, mi mano suda como si estuvieses agarrándola; pero sé que nunca más lo harás. Y ya no importa, pienso. No quiero mezclar mi sudor con el sudor fresco de tus últimas batallas. A la vez, intento mostrarme firme. Pienso en un mundo virtual donde tuvimos hijos y me asalta la duda de si esos nosotros diminutos, hechos de unos y ceros, que se unieron para hacer doses y treses, habrán vuelto a ser unos con unos y ceros con otros. Unos contigo y ceros con otro. De repente, me sorprendo pensando en si eres más uno que cero o al revés. Intento buscar una teoría original sobre porqué eres más uno que cero y me avergüenzo de mí mismo al darme cuenta de que el centro del mundo no es más que un círculo, un cero, pero tú eres más uno, que divide a cualquier otra cifra y la deja impasible. Observo las chimeneas de la plaza y las cuento, concentrándome en no buscarte entre la multitud que vomita el metro, en no vomitar mares entre la marea humana.

Al final apareces. Finjo. Me estrello contra mi voluntad y te estrello contra mi pecho. Pero mi beso vuela ya hacia la nada y los tuyos hace tiempo que son nada. Busco darte sombra pero te obstinas en correr; te afirmas en tu negativa y me niegas un sí. Por momentos todo es como antes. Mientras, jadeas palabras. Para ti, todo es un avituallamiento antes de continuar hacia una victoria contra ti misma. Un desvío cómodo en el que respirar un poco. Soy un llano en tu etapa de montaña.

Me preguntas si estás fea, y yo te digo que no. Pero te veo detrás de una cortina translúcida y amarillenta, de nicotina, cerveza y suelo urbano. La pinto en mi imaginación de margaritas, estrellas y nubes, como las cortinas de baño de saldo, y pienso que todo el mundo te ve tras ellas. Pero pronto se abre ese telón y vuelves a ser tú, ahí, desnuda sobre el escenario, dándolo todo, como siempre. Despidiéndote. Como siempre.

Las despedidas me gustan largas, como en las películas. Donde una frase puede cambiarlo todo. Y me agarro a la idea de agarrarse. Me aferro y me arrastro, y tú ríes en silencio, mientras hace rato que saliste huyendo. Sólo quedó conmigo tu sombra. Que ya no es la mía. Tu sombra ahora se funde con la oscuridad del bosque que te traga. Troncos enhiestos que brindan sus copas para ocultarte del sol. Tu pelo rojo ya no brilla. Bajo las farolas, todos los cabellos son naranjas. Pero apago las luces de mi rabia y te miro a la vez que tú tratas de no convencerme de nada. Y te vas sin una mirada.

Cruzo el umbral de un nuevo destino. En un universo alternativo, hubieses dado la vuelta. Y en vez de un fin en negro, habríamos visto surgir de entre nuestro abrazo “Metro Goldwin Mayer presenta”. Y yo me acuerdo de todos mis abrazos que vas a regalar a otros. Pero te vas corriendo, creyendo que nunca pararás. Y sólo quiero correr tras de ti; voltearte, mirarte, besarte y tomarte. Aunque te diga que me conformo con soñarte, con mecerte, con cuidarte. Pero tú ya me has descuidado y en tus sueños nunca estuve.

Si te cansas de correr, yo seré tu sombra, seré tu acomodo.

Lalala

Sopla las velas con fuerza,
Dulces dieciséis.
Vuelves a ver tu pasado
Durante el telediario,
Y juras que en ninguna parte
Como en tu pared
Salen noticias más bellas
Que nadie puede leer.

Sales a la calle
Pero insistes en creer
Que la acción está en un libro
De los que casi nunca lees.
Y sientes esa angustia,
Casi artificial,
De adolescente vieja.
Pide otra cerveza.

Y te vas a Sanilde
O tiras de Malasaña,
A sentirte libre,
Un poco mayor también.
Sueñas con misiles
De carne. Dulces dieciséis.
Quemas las suelas de las botas
Grandes para tus pies.

Y tu mente
Vuela en un espacio sideral,
Irreal.
Y tu aullido
No lo deben escuchar
Jamás.

Jamás.

Orina sobre el escapulario
De tu juventud.
Mezclas ritos y flujos
En calles con poca luz.
Y sigues sintiendo eso
Que se llama amar
Por un iluso perfecto
Que no quiso entrar

En tu mente.
Vuela en un espacio sideral,
Irreal.
Y tu llanto
No lo deben enjugar
Los demás.

Ya no más.

Posas en tu planeta
Particular
Y escribes de los ochenta
Muy natural.
Una bomba atómica que está
A punto de estallar,
Eliges artificieros
Para desarticular

Tu mente.
Vuela en un espacio sideral,
Irreal.
Y su ausencia
Nadie más la podrá llenar.

Llama ya.

Lalalá.
Lalalá.

Aurora boreal

No sabes cuánto te he estado esperando,
Dijiste con los ojos de cristal.
Ni idea tienes de qué estoy hablando,
Mis labios sólo piensan en besar.

Y ya me voy
De nuevo
Apagándome mis fuegos a salivazos,
Repitiendo las canciones que aprendí
Hace tiempo,
Provocando a mis temores,
Asaltando tus rincones,
Soñando con mil vagones
Que quemar.

Y ahora no,
Ya no.
No podremos separarlo,
Nuestro instinto criminal
Está librando
La batalla definitiva entre tu mar
Y mi mar.
Aurora boreal,
Fuego y hielo
En el escaparate prohibido
De la librería para adultos
De tu mente.

No sabes cuánto voy a esperarte aún,
Te digo con los ojos de cristal.
Ni puta idea tienes de qué hablo,
Tus labios sólo piensan en secar.

Y lucifer,
El cabrón,
Acababa de dejarla sentenciada,
La partida en que mi alma te jugabas
Al mah-jong.
Y subiré
Los peldaños de la escalera de tu casa
En las noches solitarias,
Recordando aquel futuro
Que pintabas
Tan genial.
Tan ideal.

No sabes cuánto te voy a querer,
Sin más que querer.
Sin más que hablar.

Y acabarás
Suplicando de rodillas por que vuelva
En mi pensamiento libre de alquiler.
Sollozándome que no te deje sola,
Reflejándome mi mierda en tu pared.

Cómo puedes extrañar
Algo que nunca tuviste.

Examen de conciencia

Me apresuro a escribir para hacer eso de lo que tanto me hablaron en el colegio de monjas, cuando era pequeño, y que yo veía como una especie de Selectividad divina o un test de conducir, en la misma línea de dificultad: el examen de conciencia.

Un examen de conciencia debe ser algo íntimo, y, aunque soy bastante celoso de mi intimidad, necesito compartir esto con mi teclado y con ustedes. ¿Que por qué? Pues porque, sencillamente, se trata a priori de una confesión, y una confesión debe hacerse pública y vergonzosamente. En este caso no seguiré los cánones de la Iglesia, donde la confesión es algo así como el porno de los curas, sesiones privadas, lap-dances para su propio regocijo y el del pecador.

Pues comencemos por el final, que el principio es algo más largo. He decidido tomarme mi soledad como algo inevitable e invencible. De hecho, mientras no se demuestre lo contrario, soy culpable de fomentarla, la soledad, y de paso me restriego entre las piernas de la autodestrucción, como un gato que no sabe lo que quiere.

Antes de este final, existe una decisión que por ajena no es menos importante en este caso. La decisión de Blanca de hacer lo mismo: convertirse por fin en una persona solitaria. Con eso, no sé si se refiere más a una serie de soledades más satisfactorias, sexualmente hablando, o a que sólo necesita centrarse en saber qué es lo que busca. En todo caso, necesita estar sola por una temporada. Algo que no quiere decir nada. Una temporada puede significar nueve meses, lo que dura una temporada de fútbol; pueden ser tres meses, lo que, estrictamente hablando es una estación del año en este país subtropical; o pueden ser años. Una temporada es bastante vago como término. Lo de estar sola y no necesitar a nadie es más incisivo. Aunque vivimos rodeados de gente todos los días, me temo que esa compañía no llena en absoluto nuestras expectativas. Y en el caso de Blanca, rodeada de monos y de mandriles, de bonobos obsesos y de chimpancés que se perderían en un pasillo sin puertas, más aún. Por eso, he decidido no ser un mandril o un obseso. Sé que lo hace para intentar ser más feliz por su propia cuenta. Provoco ese tipo de reacciones en las mujeres. Espero de ellas tal dependencia que finalmente se preguntan si pueden respirar, incluso, por ellas mismas.

En cualquier caso, si ella quiere intentar ser feliz por sus propios medios, estoy convencido de que lo será más sin un acosador alrededor mandándola mensajes de amor y pidiendo explicaciones vanas.

Porque la necesidad de soledad no es algo irremediable, digo yo. Al final, todos nos cansamos de conocernos mejor. Sobre todo porque da miedo darse cuenta de lo simples que llegamos a ser. Nuestra simplicidad sí que es irremediable. Existen, y esto es algo científico, algo que leí no hace mucho en un libro de Bernard Werber, tres necesidades primordiales en el ser humano: comer, cagar y follar. Y sobre estas necesidades se basa nuestra vida. Así que, ¿para qué conocernos más? Pues para probarnos a nosotros mismos que somos diferentes. Es un egocentrismo que nos desasosiega. Nos provoca tal temor pensar que no somos más que animales, que necesitamos encontrar una razón para los instintos que nos dominan desde hace trescientos mil años.

Pero además, hay algo que nos imprime aún más angustia: cómo saber si hemos elegido bien. Esto merece otro párrafo. Y es que, si no sabemos qué queremos, no podremos saber nunca si la elección ha sido la correcta. Y eso nos hace volver a lo de antes. ¿Qué queremos? Pues comer, cagar y follar. Como los principios culturales occidentales nos impiden comernos a la persona amada sin tener cierto sentimiento de culpa, y lo de cagarse encima de la amante es algo bastante repugnante, a mi modo de pensar, pues buscamos hacer todo eso a solas, mientras que buscamos una persona con la que poder practicar un sexo seguro y confidente, donde nuestros instintos no deban ser retenidos ni ocultos. Y en eso se basa nuestra búsqueda.

Ahora, que si lo del sexo se convierte en una parte completamente dispensable de nuestra vida, como es mi caso en este momento, no tenemos porqué buscar compañía más allá de la que produce un consuelo vacuo y una satisfacción social, de sentirse parte del grupo, como la de los amigos y la de las personas que se nos van cruzando por la vida momentáneamente.

En eso todos estamos de acuerdo. ¿Quién no ha dejado de llamar a un amigo o a todos, por estar con la persona amada? No les necesitamos hasta que esa persona decide buscarse a sí misma. ¿Quién no se ha sentido completamente fuera de lugar en una reunión, actuando como uno más, sin saber siquiera de qué cojones vale el sentirse parte de ese grupo? De vez en cuando nos pagan una cerveza o tienen tabaco cuando se nos acaba el paquete. Pero nos hacemos una coraza y nos fabricamos una máscara perfecta que va pesando y pesando. Y al final, pues eso, nos da por decir “hasta aquí” y nos aislamos. Así, podemos comer, cagar y tener sexo (no hay que menospreciar la masturbación, “la main au service de l’imagination” como dijo el gran surrealista André Breton) sin que nadie nos pida explicaciones.

Pero esto se trataba de un examen de conciencia. Y mi conciencia me dice que no se siente aún bien tratada. La verdad, como no sé cómo empezar, terminaré aquí, para no aburrirles. La conclusión que saco de todo esto es que uno no puede conocerse a sí mismo sin una referencia, sin un espejo en donde mirarse. Pero puede ser muy feliz intentándolo. Y en esa felicidad dejo a Blanca. Con la conciencia bien tranquila de saber que la he tratado todo lo bien que he podido y con la esperanza de que un día me llame para comer en compañía o para tener algo de sexo por consuelo. Espero que lo de cagar no se la ocurra.

Hostión

Yo me había prometido no caer en errores del pasado y, aunque, como todos, no era más que un aprendiz en esto de vivir y amar, me había doctorado en cuestiones de dolor y tenía un máster en pecado mortal. Con ese currículum puedes ir por la vida con la cabeza más o menos alta, sabiendo como poco de dónde te vienen las hostias.

Lo que pasa es que cuando uno se confía, no me negarán que les ha ocurrido alguna vez, la hostia llega de quien uno menos se lo espera. Así, estaba yo tan tranquilo, creyendo que había pasado la etapa amateur de mi vida y que podía decir que había aprendido algo de pasadas caídas al abismo, cuando esa compañera que me había prometido el oro y el moro (como un político, no se crean, con unas frases bien hechas y con toda la sinceridad del mundo en sus ojos) va y me pone una zancadilla de esas de tarjeta roja y sanción de tres partidos.

Me he roto los piños más veces, incluso una costilla haciendo el gamba en la nieve, pero nunca había sentido que, de una patada, me rompían la fuerza de latir. No digo que el corazón, porque el corazón no se rompe más que una vez y uno aprende a vivir con los cachitos pegados con superglue, pero las ganas de mandar a mi sangre circular por el cuerpo, de dar el soporte necesario para caminar o para respirar… todo eso, lo perdí en una semana. En una semana en la que, supuestamente, ella estuvo valorando las distintas posibilidades que se le abrían en este camino. Y, aunque me avisó, y me avisaron, uno nunca quiere creerse esas cosas. Siempre pensamos que no somos tan tontos como para caer dos, tres y hasta cuatro veces o más en la misma trampa.

Pero bueno, el caso es que he caído. No voy a decir eso de que la paloma se volvió gavilán, o que el cachorro resultó ser zorra. No tengo fuerzas ni ganas para juegos de guerra fría, muy fría. Estoy más por olvidar a base de cerveza. Y recuperar aquello que nunca debí haber abandonado: las ganas de querer estar conmigo mismo.

Eso sí, cuánta razón tenía mi abuela cuando decía aquello de “quien con niños se acuesta, meado despierta”.