Emigro a http://elornitorrincoverde.wordpress.com/

Pero en la muchedumbre de las aves
rectas a su destino
una bandada y otra dibujaban
victorias triangulares unidas
por la voz de un solo vuelo
(Pablo Neruda, Migraciones)



Viernes



Se tomó el pulso. Su corazón latía con fuerza, como el de una locomotora vieja. Llevaba ya más de una hora de camino sobre su bicicleta. Una de esas antiguas, de hierro, con las que solía jugar de niña. Ahora la utilizaba para ir a comprar al centro del pueblo, a cuyas afueras vivía junto a dos gatos y un vacío. Los gatos dormían con ella. El vacío también. Los gatos se llamaban Will y Witch. Y aunque le gustaba poner nombre a las cosas, hacía mucho tiempo que había olvidado el nombre de su vacío. Aunque al menos su lado izquierdo de la cama ya no le pertenecía. Will y Witch habían ido arrinconando poco a poco al vacío y ya sólo podía dormir acurrucado a los pies, sin tocar a nadie. Sólo lo encontraba al despertar, en el sabor del café y el olor de las tostadas; también al ocaso, cuando los vacíos se vuelven miedosos y se obstinan en abrazarte y besarte.

Después de haber recuperado el aliento, prosiguió su marcha. Pedaleó con firmeza y creía que la cadena y el corazón se iban a salir de su sitio. Alguien del bar de la plaza le había dicho un día que él solía estar allí los viernes y que alguna vez había preguntado por ella. Se había vestido rauda por la mañana y había elegido un vestido estampado. La clave era ir arreglada pero sin que se notase que lo hacía por él. O quizás sí debiera notarse. La verdad, no tenía la menor importancia. Si él no había cambiado, no se daría cuenta ni del color de las flores que lo adornaban.

Cuando llegó a la plaza, el sol se hacía pesado ya. Como una siesta antes de comer en la que sueñas que es otro día. Soltó la bicicleta y muy lentamente entró en Chez Richard. Richard, el dueño del bar, era un tipo maduro que le había estado tirando los trastos durante unos meses, acompañándola a casa e intentando robar besos en las comisuras cuando los labios se quedaban demasiado cerca al decirse buenas noches. Pero a quien había acabado llevándose a casa una noche fue al hijo de Richard, Henri, que era más joven que ella y no le había pedido nada más aparte de un café como excusa para entrar esa noche, y otro café como excusa para quedarse esa mañana y hacer el amor sobre la mesa de la cocina. Después de aquello, no volvieron a verse más. Henri tenía una novia en la capital y se iban a casar. Por lo que anduvo diciendo su padre, Richard, la chica se había quedado embarazada y, aunque tenía sólo diecinueve años, habían decidido casarse.

Por supuesto que Richard no tenía ni idea de lo que había acontecido entre su hijo y ella, por lo que seguía llamándola “princesa”, “corazón” y esas cosas que un maduro le llama a una jovencita con la intención de mostrarse galante, aunque suene cursi. “Buenos días, princesa”, dijo. Ella seguía sintiendo un poco de vergüenza ajena cada vez que él le saludaba así con el bar lleno, pero se iba acostumbrando. Ese día, de hecho, le daba igual cómo Richard la saludara. Entró mirando hacia todos los lados, buscándole. A él. A aquel que había perforado su casa de vacíos como un ratón en un queso. A aquel cuyo adiós interminable seguía resonando en el silencio de las habitaciones de la casa. A aquel que, un año antes, había arrancado las entrañas del lado derecho del ropero de su habitación. A aquel que había dejado huérfano al cepillo de dientes azul.

Pero no le vio. Siguió buscando de nuevo, escrutando cada rostro, esperanzada de haber olvidado su cara, esperanzada de reconocerle en otro, de volver a conocerle. De que el hombre con traje negro que se acercaba a ella con la mirada de un caballo de carreras fuese él. Sin embargo, no lo era. Pasó sobre ella, la atravesó, y siguió su camino hacia la barra como uno más de los desconocidos del bar.

Volvió a la plaza, que ahora parecía estar ensombrecida por las nubes que arremetían contra el azul de sus ojos. Montó en la bicicleta y bajó la calle que conducía a la carretera, por donde había ido y venido cada viernes desde hacía un año.

Pasaron seis días más en los que los gatos y el vacío se fueron adueñando de la casa. Ella continuaba haciendo las cosas que le gustaban a él. Se arreglaba como una autómata y compraba y cocinaba para los dos. Cuando sonreía, pensaba en él. Cuando lloraba, lo maldecía. Y cuando se acostaba, seguía buscando su calor en el hueco vacío a los pies del lado izquierdo de la cama. Pero los viernes, el vacío se mudaba y se multiplicaba, se extendía a la plaza, al bar, al camino, al mismo sillín de la bicicleta en la que pedaleaba huyendo hacia él.

Y cuando volvía, sin haberle encontrado, sin haberse llenado, su vacío volvía al lecho, a la cocina y al sofá. Y ni siquiera Will y Witch podían llenarlo porque ya habían comido y ya se sabe que los gatos son como el alcohol, que sólo te requiere cuando hay alguna tumba que llenar. Así que ella regresaba a casa, a esa que fue “su casa” y que ahora sólo era “la casa”. Aquellas paredes, techos, suelos, ventanas y puertas que nada significaban sin él, aquellos espacios llenos de muebles, botellas vacías, platos sin fregar y cajones de recuerdos que dolían como heridas mal cerradas al abrirse.

Pero habían pasado seis días y ya era viernes de nuevo. El día en el que el calendario había detenido su espiral y el día en el que vivía desde hacía un año. El único día que, al menos hasta mediodía, brillaba el sol. Y de nuevo subía la calle que conduce a la plaza.

En el bar, el señor Etienne Mattieu, maestro de escuela, luchaba contra una mosca que se le había posado en el borde del vaso de vermouth que estaba bebiendo. De ahí había pasado a su mano, luego a su nariz y ahora zumbaba más cerca de su oreja de lo que las buenas costumbres y las leyes del espacio vital de cada uno de los contendientes dictaban. Había sido trasladado hacía seis meses desde la capital, tras haber tenido un romance con una jovencita a la que había dejado embarazada, y cuyo novio resultó ser el hijo de Richard. Y aunque ellos no lo sabían, ella le seguía escribiendo cartas de desamor y de embarazo. Él guardaba todas las cartas, incluso aquellas que no leía; porque no leía todas. Había conseguido ir aprendiendo a detectar el humor de la remitente por la caligrafía del sobre, y dejaba cerradas las misivas que él categorizaba como “antipáticas”.

El mismo día que terminaba su primer día en la escuela del pueblo, fue a tomar una cerveza al bar de Richard, donde el dueño mantenía una acalorada discusión con su hijo a causa de su marcha a la capital. Fue entonces, al oír el nombre del joven y de la razón por la que marchaba, cuando se dio cuenta de la casualidad. No obstante, con el paso del tiempo, había labrado una relación con Richard de esas en las que los errores se relatan sin pasar la vergüenza de tener que justificarlos. Y las horas se hacen más cortas. Y el tiempo pasa mientras piensas que tardes así debieran durar para siempre.

Richard habló a Etienne un día de una mujer a la que había estado cortejando. Richard utilizó esa palabra, cortejar, sin ningún atisbo de romanticismo, sólo porque parecía mucho más amable que otras palabras que los jóvenes suelen utilizar. Era jueves por la noche y Richard le comentó a Etienne que ella solía subir al bar los viernes por la mañana. Así que, por mera curiosidad, cuando terminó las clases del viernes, a las once y media en punto, cruzó la plaza hacia el bar, en donde, en ese preciso instante, entraba una mujer bastante más joven de lo que aparentaba su forma de moverse. Imaginó que la bicicleta vieja que había apoyada contra la fachada del bar debía ser de ella y no consiguió imaginarse a aquel cuerpecillo de alambre moviendo una máquina que aparentaba ser tan pesada.

Pero cuando cruzó el umbral del establecimiento, pudo ver con más detenimiento a la mujer. Sintió latir toda la sangre de su cuerpo en las sienes y pudo verse claramente desde fuera, como en uno de esos viajes astrales, con la cara sudorosa y ruborizada, como cuando tenía once años y besó por primera vez a una chica, en el patio del colegio, y una erección evidentísima elevó su pantaloncito corto delante de la besante y del resto de sus compañeros. No se puede decir que se enamorase en ese preciso instante, pero algo cosquilleando las paredes de su esófago y un beso fantasma en la nuca fueron las impresiones más recordadas, horas después, que la visión de esa mujer le habían producido.

A partir de ese día, cada viernes, tras la escuela, cruzaba la plaza para verla tan sólo unos minutos. Tan sólo para oler su perfume, para mirar en sus ojos perdidos en los rincones del bar. Para ver su cuerpo de alambre y su cabello rojo flotar por el aire cargado, con la ligereza y la insistencia con las que lo hacía la mosca que seguía buscando miel en el borde de su vaso, de nuevo. Llegó incluso a preguntar por ella a uno de los clientes habituales, quien se encargó de trasladar a la mujer el recado de que podría encontrarle allí cada viernes. Pero ella parecía no haberlo recibido. O simplemente le ignoraba. Él se contentaba con verla llegar en su bicicleta, entrar en el bar, fisgar en el interior con la boca entreabierta y salir colocándose el cabello tras la oreja, hacia su bicicleta. Camino de vuelta hacia un nuevo viernes.

Y así, en una simbiosis entre la esperanza y la pérdida, los viernes fueron días más brillantes. Al menos hasta mediodía.

Bendito salami


El otro día, en el sentido más amplio de la expresión, ese que le dan las sirenas, encontré en un bar a una de aquellas mujeres a las que, por azares del destino y de la vida loca, hice daño una vez. Bueno, hacer daño, lo que se dice daño, no se lo hice. Creo que ella se sintió dolida más bien por lo que vino después; un “sitehevistonomeacuerdo” inmediato, autodefensivo y trapero a media noche.

El caso es que yo pensaba que ella no estaría por la labor, pero esa desinhibición que causan el alcohol, las altas horas de la madrugada y la confianza de un cuerpo ya inspeccionado, nos llevaron a una conversación muy amena plagada de incongruencias y de indirectas, todo ello inmerso en un mar de efluvios etílicos y deseo de que, cada uno de nosotros, fuésemos otra persona. En esto estábamos cuando Baco nos abrió las puertas de su garito y entramos a saco; primero en los servicios, donde el ambiente cargado de orín y vómito, así como la postura incómoda, me recordaron demasiado a Blanca. Después decidimos ir a mi casa. Mi sofá ha conocido muchos orgasmos, propios y ajenos. Pero el de esta tipa fue bestial. Comenzó a gritar en el clímax cosas que a mí me parecían salmos de la Biblia. Y cuando hubo terminado, se giró, me besó y me dijo que dios me había enviado de nuevo a su vida con el propósito de convertirme en mejor persona. Yo le dije que, bueno, que eso habría que discutirlo, porque yo me considero un hombre bueno. Más tonto que bueno, y que aunque todo el mundo piensa que soy idiota, me sobrevaloran. Eso le hizo reír. Me abrazó y se durmió.

Lo peor de ir a la casa de uno a echar un polvo es que no puedes decir que tienes que irte después del acto. El acto de follar, quiero decir. Pero por la mañana me arrepentí como un cruzado por no haber elegido su cama. Al despertarse, me hincó de rodillas y me hizo rezar. Un Ave María de desayuno no le hace daño a nadie. Y menos aún si ella después decidió mantenerse de rodillas mientras yo zapeaba los canales de televisión para concentrarme en su trabajo oral. Pero llegó de nuevo el énfasis religioso y cuando saboreó mi final, empezó a gritar no sé qué del maná del desierto… En esas ocasiones, puede uno sentirse alagado. Pero lo que me acongojaba era que ella no sentía el menor deseo de marcharse de mi casa y me veía de novena a la caída del sol.

A eso de mediodía, finalmente, se duchó y se vistió. Pero me animó a salir y yo también pensé que sería una buena forma de despejar mi mente de ese ataque sin piedad de los legionarios de Cristo en mi casa. Salimos a la calle – el sol debería tener prohibido brillar en las mañanas de resaca – y giré a la izquierda para acompañarla a casa. Ella, dócil como el cordero de dios, me permitió hacer hasta que llegamos enfrente de su portal y cuál no fue mi sorpresa al ver justo al otro lado de la calle, una iglesia católica en la que nunca había reparado. Intenté no hacer contacto visual con ella para evitar cualquier impulso devoto, pero no funcionó. “Debemos dar gracias a dios por habernos reunido…” dijo, con todo el morro. Yo la seguí hasta la puerta del templo, pero cuando entró, me di la vuelta y salí corriendo en plan Ben Johnson hasta mi casa, bajé las persianas y apagué el móvil. Me quedé dormido escuchando la radio, una de esas en las que sólo dan noticias. Cuando desperté, sin la menor idea de qué hora era, el pequeño visor del aparato de radio anunciaba las siete y cincuenta y cuatro, pero lo que más me sorprendió era la emisora que estaba escuchando: Radio María. Apagué el cacharro contra el suelo y salí corriendo a la nevera a beber un trago de un vino blanco que había comprado quince días atrás, la última vez que Blanca anduvo por casa, y salí a la calle para cerciorarme de que el mundo seguía siendo el mismo. Empecé a correr y me encontré en el bar de una urbanización, donde un tipo que se parecía a Antonio Vega, y Fofito, el gran payaso, alternaban gin-tonics y sus voces se confundían con “Cita con el Rock and Roll”, de Nacha Pop. Pero eso es otra historia…

Es muy posible que vuelva a encontrármela un día de estos. Pero lo que tengo claro es que, la próxima vez, elijo su casa. O me quedo en la barra, esperando a alguna gótica que me confunda con Cortázar renacido de entre los muertos.

A contraluz

Al subir las escaleras automáticas de las Galerías Lafayette, se dio cuenta de que lo que debía haber hecho era bajarlas. Mientras ascendía, con ninguna opción de retroceder sin armar un escándalo entre las parejas que se apretaban en la estrecha rampa, pensaba en cómo había llegado hasta allí. No hasta ese punto geográfico, sino hasta ese punto íntimo en el que todo parecía suceder dentro de un sueño.

Habían quedado en un café de la rue de la Paix, cerca de Ópera, para tomar una cerveza y tomar fuerzas antes de hacer las compras de fin de año. El “tenemos que hablar” fue contundente. Todo pareció desmoronarse sobre una alfombra de reproches y noes. Ella había cogido un taxi en la misma puerta del café. Él había puesto el piloto automático y se dispuso a recorrer los escasos cien metros hasta las Galerías Lafayette y comprar los regalos que debían hacer, en nombre de los dos, con la esperanza de que al volver a casa, ella estuviera allí, como si nada hubiera ocurrido.

Cuando llegó finalmente a lo alto de las escaleras mecánicas, salió del pequeño dosel amarillento y apestoso de nicotina fría, y la luz le cegó. Entre la niebla y la nieve que empezaba a caer sobre París, el sol luchaba por morir, rompiendo las nubes en el horizonte, ayudado por la silueta de la torre Eiffel y de los rascacielos de la Défense. Sangraba rayos naranjas e iluminaba los tejados que se extendían bajo la mirada ansiosa de los tres o cuatro turistas que se agolpaban en el extremo este de la azotea para fotografiar la cúpula de los Inválidos, iluminada ahora por el astro moribundo.

La nieve caía a contraluz y parecían copos de ceniza, que descendían sin fuerza tras ser expelidos por la hoguera de su memoria. Su cabeza ahora era un torbellino de recuerdos vivos, de posibilidades muertas y de funerales de cuerpo presente.  Encendió un cigarro y exhaló el humo, lentamente, intentando derretir con él los finos copos que lo atravesaban. Se había quedado de pié en la parte oeste de la terraza, junto al borde, lejos de los turistas, absorto en el efecto de la nicotina, en el nudo que se iba formando poco a poco en su estómago, sintiendo cómo su espalda se humedecía de sudor frío cada vez que recordaba todas las excusas y todas las mentiras. Avanzando un paso más hacia el abismo, cada vez que su corazón latía por ella.

Alguien se acercó a él. Al principio, no la vio. Simplemente olió su perfume cuando aún estaba a unos cinco metros. Se dio la vuelta como quien busca alguna cosa entre la multitud, aunque allí arriba ya no quedaba nadie. Nadie más que él y ella. La luz la envolvía de una forma irreal; con la cara y el escote cubiertos de ínfimas gotas y la luz dorada del ocaso, parecía que estuviera cubierta de escamas. Y su pelo ondeaba al viento frío como las algas en el lecho marino. Fue en ese instante en el que él se dio cuenta de que en esa azotea había hilo musical. Acababan de terminar los villancicos y sonaba “The way you look tonight”, de Tony Bennett. Cerró los ojos, aspirando el humo de tabaco y dejando que el rostro brillante que le observaba y que había quedado fijo en su retina, apareciese en negativo sobre sus párpados. Al tiempo que los apretaba con fuerza para no perder la imagen grabada, le susurró al oído: “Yo ya he estado allí…”

Sin abrir los ojos, la besó, deseando que no fuera ella. Se entremezclaron en un abrazo húmedo que deshacía los copos entre sus pechos. Él no abrió los ojos. Siguió soñando. Ella desplegó sus alas de mariposa y volaron hacia el mar de los Sargazos. Siguió volando. Incluso cuando las palas intentaban reimpulsar su ritmo cardiaco, allá abajo, en la acera de la calle Rivoli.

Mosquitos contra la pared

Salgo a tu encuentro de nuevo, como nuevo. Con la conciencia tranquila y la tranquilidad consciente de un careo judicial. Nos eliminamos como mosquitos contra la pared. Acabo de escuchar decir eso a Francis Bacon tras el suicidio de su amante a los treinta y siete años. Según te espero, mi pulso aumenta, mi mano suda como si estuvieses agarrándola; pero sé que nunca más lo harás. Y ya no importa, pienso. No quiero mezclar mi sudor con el sudor fresco de tus últimas batallas. A la vez, intento mostrarme firme. Pienso en un mundo virtual donde tuvimos hijos y me asalta la duda de si esos nosotros diminutos, hechos de unos y ceros, que se unieron para hacer doses y treses, habrán vuelto a ser unos con unos y ceros con otros. Unos contigo y ceros con otro. De repente, me sorprendo pensando en si eres más uno que cero o al revés. Intento buscar una teoría original sobre porqué eres más uno que cero y me avergüenzo de mí mismo al darme cuenta de que el centro del mundo no es más que un círculo, un cero, pero tú eres más uno, que divide a cualquier otra cifra y la deja impasible. Observo las chimeneas de la plaza y las cuento, concentrándome en no buscarte entre la multitud que vomita el metro, en no vomitar mares entre la marea humana.

Al final apareces. Finjo. Me estrello contra mi voluntad y te estrello contra mi pecho. Pero mi beso vuela ya hacia la nada y los tuyos hace tiempo que son nada. Busco darte sombra pero te obstinas en correr; te afirmas en tu negativa y me niegas un sí. Por momentos todo es como antes. Mientras, jadeas palabras. Para ti, todo es un avituallamiento antes de continuar hacia una victoria contra ti misma. Un desvío cómodo en el que respirar un poco. Soy un llano en tu etapa de montaña.

Me preguntas si estás fea, y yo te digo que no. Pero te veo detrás de una cortina translúcida y amarillenta, de nicotina, cerveza y suelo urbano. La pinto en mi imaginación de margaritas, estrellas y nubes, como las cortinas de baño de saldo, y pienso que todo el mundo te ve tras ellas. Pero pronto se abre ese telón y vuelves a ser tú, ahí, desnuda sobre el escenario, dándolo todo, como siempre. Despidiéndote. Como siempre.

Las despedidas me gustan largas, como en las películas. Donde una frase puede cambiarlo todo. Y me agarro a la idea de agarrarse. Me aferro y me arrastro, y tú ríes en silencio, mientras hace rato que saliste huyendo. Sólo quedó conmigo tu sombra. Que ya no es la mía. Tu sombra ahora se funde con la oscuridad del bosque que te traga. Troncos enhiestos que brindan sus copas para ocultarte del sol. Tu pelo rojo ya no brilla. Bajo las farolas, todos los cabellos son naranjas. Pero apago las luces de mi rabia y te miro a la vez que tú tratas de no convencerme de nada. Y te vas sin una mirada.

Cruzo el umbral de un nuevo destino. En un universo alternativo, hubieses dado la vuelta. Y en vez de un fin en negro, habríamos visto surgir de entre nuestro abrazo “Metro Goldwin Mayer presenta”. Y yo me acuerdo de todos mis abrazos que vas a regalar a otros. Pero te vas corriendo, creyendo que nunca pararás. Y sólo quiero correr tras de ti; voltearte, mirarte, besarte y tomarte. Aunque te diga que me conformo con soñarte, con mecerte, con cuidarte. Pero tú ya me has descuidado y en tus sueños nunca estuve.

Si te cansas de correr, yo seré tu sombra, seré tu acomodo.

Lalala

Sopla las velas con fuerza,
Dulces dieciséis.
Vuelves a ver tu pasado
Durante el telediario,
Y juras que en ninguna parte
Como en tu pared
Salen noticias más bellas
Que nadie puede leer.

Sales a la calle
Pero insistes en creer
Que la acción está en un libro
De los que casi nunca lees.
Y sientes esa angustia,
Casi artificial,
De adolescente vieja.
Pide otra cerveza.

Y te vas a Sanilde
O tiras de Malasaña,
A sentirte libre,
Un poco mayor también.
Sueñas con misiles
De carne. Dulces dieciséis.
Quemas las suelas de las botas
Grandes para tus pies.

Y tu mente
Vuela en un espacio sideral,
Irreal.
Y tu aullido
No lo deben escuchar
Jamás.

Jamás.

Orina sobre el escapulario
De tu juventud.
Mezclas ritos y flujos
En calles con poca luz.
Y sigues sintiendo eso
Que se llama amar
Por un iluso perfecto
Que no quiso entrar

En tu mente.
Vuela en un espacio sideral,
Irreal.
Y tu llanto
No lo deben enjugar
Los demás.

Ya no más.

Posas en tu planeta
Particular
Y escribes de los ochenta
Muy natural.
Una bomba atómica que está
A punto de estallar,
Eliges artificieros
Para desarticular

Tu mente.
Vuela en un espacio sideral,
Irreal.
Y su ausencia
Nadie más la podrá llenar.

Llama ya.

Lalalá.
Lalalá.

Aurora boreal

No sabes cuánto te he estado esperando,
Dijiste con los ojos de cristal.
Ni idea tienes de qué estoy hablando,
Mis labios sólo piensan en besar.

Y ya me voy
De nuevo
Apagándome mis fuegos a salivazos,
Repitiendo las canciones que aprendí
Hace tiempo,
Provocando a mis temores,
Asaltando tus rincones,
Soñando con mil vagones
Que quemar.

Y ahora no,
Ya no.
No podremos separarlo,
Nuestro instinto criminal
Está librando
La batalla definitiva entre tu mar
Y mi mar.
Aurora boreal,
Fuego y hielo
En el escaparate prohibido
De la librería para adultos
De tu mente.

No sabes cuánto voy a esperarte aún,
Te digo con los ojos de cristal.
Ni puta idea tienes de qué hablo,
Tus labios sólo piensan en secar.

Y lucifer,
El cabrón,
Acababa de dejarla sentenciada,
La partida en que mi alma te jugabas
Al mah-jong.
Y subiré
Los peldaños de la escalera de tu casa
En las noches solitarias,
Recordando aquel futuro
Que pintabas
Tan genial.
Tan ideal.

No sabes cuánto te voy a querer,
Sin más que querer.
Sin más que hablar.

Y acabarás
Suplicando de rodillas por que vuelva
En mi pensamiento libre de alquiler.
Sollozándome que no te deje sola,
Reflejándome mi mierda en tu pared.

Cómo puedes extrañar
Algo que nunca tuviste.

Examen de conciencia

Me apresuro a escribir para hacer eso de lo que tanto me hablaron en el colegio de monjas, cuando era pequeño, y que yo veía como una especie de Selectividad divina o un test de conducir, en la misma línea de dificultad: el examen de conciencia.

Un examen de conciencia debe ser algo íntimo, y, aunque soy bastante celoso de mi intimidad, necesito compartir esto con mi teclado y con ustedes. ¿Que por qué? Pues porque, sencillamente, se trata a priori de una confesión, y una confesión debe hacerse pública y vergonzosamente. En este caso no seguiré los cánones de la Iglesia, donde la confesión es algo así como el porno de los curas, sesiones privadas, lap-dances para su propio regocijo y el del pecador.

Pues comencemos por el final, que el principio es algo más largo. He decidido tomarme mi soledad como algo inevitable e invencible. De hecho, mientras no se demuestre lo contrario, soy culpable de fomentarla, la soledad, y de paso me restriego entre las piernas de la autodestrucción, como un gato que no sabe lo que quiere.

Antes de este final, existe una decisión que por ajena no es menos importante en este caso. La decisión de Blanca de hacer lo mismo: convertirse por fin en una persona solitaria. Con eso, no sé si se refiere más a una serie de soledades más satisfactorias, sexualmente hablando, o a que sólo necesita centrarse en saber qué es lo que busca. En todo caso, necesita estar sola por una temporada. Algo que no quiere decir nada. Una temporada puede significar nueve meses, lo que dura una temporada de fútbol; pueden ser tres meses, lo que, estrictamente hablando es una estación del año en este país subtropical; o pueden ser años. Una temporada es bastante vago como término. Lo de estar sola y no necesitar a nadie es más incisivo. Aunque vivimos rodeados de gente todos los días, me temo que esa compañía no llena en absoluto nuestras expectativas. Y en el caso de Blanca, rodeada de monos y de mandriles, de bonobos obsesos y de chimpancés que se perderían en un pasillo sin puertas, más aún. Por eso, he decidido no ser un mandril o un obseso. Sé que lo hace para intentar ser más feliz por su propia cuenta. Provoco ese tipo de reacciones en las mujeres. Espero de ellas tal dependencia que finalmente se preguntan si pueden respirar, incluso, por ellas mismas.

En cualquier caso, si ella quiere intentar ser feliz por sus propios medios, estoy convencido de que lo será más sin un acosador alrededor mandándola mensajes de amor y pidiendo explicaciones vanas.

Porque la necesidad de soledad no es algo irremediable, digo yo. Al final, todos nos cansamos de conocernos mejor. Sobre todo porque da miedo darse cuenta de lo simples que llegamos a ser. Nuestra simplicidad sí que es irremediable. Existen, y esto es algo científico, algo que leí no hace mucho en un libro de Bernard Werber, tres necesidades primordiales en el ser humano: comer, cagar y follar. Y sobre estas necesidades se basa nuestra vida. Así que, ¿para qué conocernos más? Pues para probarnos a nosotros mismos que somos diferentes. Es un egocentrismo que nos desasosiega. Nos provoca tal temor pensar que no somos más que animales, que necesitamos encontrar una razón para los instintos que nos dominan desde hace trescientos mil años.

Pero además, hay algo que nos imprime aún más angustia: cómo saber si hemos elegido bien. Esto merece otro párrafo. Y es que, si no sabemos qué queremos, no podremos saber nunca si la elección ha sido la correcta. Y eso nos hace volver a lo de antes. ¿Qué queremos? Pues comer, cagar y follar. Como los principios culturales occidentales nos impiden comernos a la persona amada sin tener cierto sentimiento de culpa, y lo de cagarse encima de la amante es algo bastante repugnante, a mi modo de pensar, pues buscamos hacer todo eso a solas, mientras que buscamos una persona con la que poder practicar un sexo seguro y confidente, donde nuestros instintos no deban ser retenidos ni ocultos. Y en eso se basa nuestra búsqueda.

Ahora, que si lo del sexo se convierte en una parte completamente dispensable de nuestra vida, como es mi caso en este momento, no tenemos porqué buscar compañía más allá de la que produce un consuelo vacuo y una satisfacción social, de sentirse parte del grupo, como la de los amigos y la de las personas que se nos van cruzando por la vida momentáneamente.

En eso todos estamos de acuerdo. ¿Quién no ha dejado de llamar a un amigo o a todos, por estar con la persona amada? No les necesitamos hasta que esa persona decide buscarse a sí misma. ¿Quién no se ha sentido completamente fuera de lugar en una reunión, actuando como uno más, sin saber siquiera de qué cojones vale el sentirse parte de ese grupo? De vez en cuando nos pagan una cerveza o tienen tabaco cuando se nos acaba el paquete. Pero nos hacemos una coraza y nos fabricamos una máscara perfecta que va pesando y pesando. Y al final, pues eso, nos da por decir “hasta aquí” y nos aislamos. Así, podemos comer, cagar y tener sexo (no hay que menospreciar la masturbación, “la main au service de l’imagination” como dijo el gran surrealista André Breton) sin que nadie nos pida explicaciones.

Pero esto se trataba de un examen de conciencia. Y mi conciencia me dice que no se siente aún bien tratada. La verdad, como no sé cómo empezar, terminaré aquí, para no aburrirles. La conclusión que saco de todo esto es que uno no puede conocerse a sí mismo sin una referencia, sin un espejo en donde mirarse. Pero puede ser muy feliz intentándolo. Y en esa felicidad dejo a Blanca. Con la conciencia bien tranquila de saber que la he tratado todo lo bien que he podido y con la esperanza de que un día me llame para comer en compañía o para tener algo de sexo por consuelo. Espero que lo de cagar no se la ocurra.

Hostión

Yo me había prometido no caer en errores del pasado y, aunque, como todos, no era más que un aprendiz en esto de vivir y amar, me había doctorado en cuestiones de dolor y tenía un máster en pecado mortal. Con ese currículum puedes ir por la vida con la cabeza más o menos alta, sabiendo como poco de dónde te vienen las hostias.

Lo que pasa es que cuando uno se confía, no me negarán que les ha ocurrido alguna vez, la hostia llega de quien uno menos se lo espera. Así, estaba yo tan tranquilo, creyendo que había pasado la etapa amateur de mi vida y que podía decir que había aprendido algo de pasadas caídas al abismo, cuando esa compañera que me había prometido el oro y el moro (como un político, no se crean, con unas frases bien hechas y con toda la sinceridad del mundo en sus ojos) va y me pone una zancadilla de esas de tarjeta roja y sanción de tres partidos.

Me he roto los piños más veces, incluso una costilla haciendo el gamba en la nieve, pero nunca había sentido que, de una patada, me rompían la fuerza de latir. No digo que el corazón, porque el corazón no se rompe más que una vez y uno aprende a vivir con los cachitos pegados con superglue, pero las ganas de mandar a mi sangre circular por el cuerpo, de dar el soporte necesario para caminar o para respirar… todo eso, lo perdí en una semana. En una semana en la que, supuestamente, ella estuvo valorando las distintas posibilidades que se le abrían en este camino. Y, aunque me avisó, y me avisaron, uno nunca quiere creerse esas cosas. Siempre pensamos que no somos tan tontos como para caer dos, tres y hasta cuatro veces o más en la misma trampa.

Pero bueno, el caso es que he caído. No voy a decir eso de que la paloma se volvió gavilán, o que el cachorro resultó ser zorra. No tengo fuerzas ni ganas para juegos de guerra fría, muy fría. Estoy más por olvidar a base de cerveza. Y recuperar aquello que nunca debí haber abandonado: las ganas de querer estar conmigo mismo.

Eso sí, cuánta razón tenía mi abuela cuando decía aquello de “quien con niños se acuesta, meado despierta”.

Jornadas de Coros y Danzas

Leí hace un par de días un artículo en El País, escrito por una de esas modernas que piensan que la libertad de expresión es poder decir todo lo que se le pasa a uno por la cabeza, sin importar cuánta gente vaya a notar lo gilipollas que eres, sin importar que dejen escribir a retrasados o aquejados de menopausia, síndrome premenstrual o crisis masculina de los cincuenta…

El caso es que, con todo el derecho del mundo a expresar su absurdo punto de vista, esta señora clamaba al cielo por la supuesta intolerancia de los grupos laicistas contra los bienaventurados cristianos que siguen colapsando metros, autobuses y calles de Madrid. Ella comparaba esa intolerancia, repito, supuesta para ella, presunta, con la intolerancia que podríamos exigir a estos grupos antireligiosos hacia los musulmanes, judíos y demás minorías confesionales de nuestra Europa. Y yo me pregunto, ¿podría deberse a que había fumado algún producto nocivo, ilegal o insalubre? Porque si no es así, esta tía no debería escribir ni para el canal del torito…

Veamos, y vamos por partes. A nadie, que yo sepa, de momento, se le ha ocurrido poner una bomba en Madrid contra el papa. A un desdichado talibán de Ratzinger le han pillado preparando una contra los anticlericales. Por otro lado, ningún laicista se manifiesta contra el derecho a la libertad de culto. Y en cambio, los kale borroka de Rouco van minando la moral y la quietud de los vagones de metro, cantando alabanzas a un único dios, grande y libre también, y verdadero y muy aleluyoso. Además, nadie dice que el papa no tenga derecho a venir a Madrid a organizar lo que quiera organizar con sus seguidores. Siempre que sea legal, claro, no vaya a ser que Madrid se convierta en el nuevo destino de turismo sexual de los curillas en busca de “carne de la alianza nueva y eterna”. Pero, me pregunto, ¿estos gobiernos, municipal, regional, central, mundial, universal, darían un solo euro por unas jornadas mundiales de la juventud, vamos a decir, musulmana? ¿Se cortarían calles y se invertirían cincuenta millones en operativos y tenderetes?

De eso se quejan los laicistas, oigan. Que nadie les va a insultar por ser católicos. Pero es que manda huevos que en un país en crisis, vayamos encima a financiar un acto en el que se nos advierte contra la libertad sin dios, contra el aborto, contra la eutanasia, contra los condones, contra las putas, contra la masturbación, contra el alcohol… Pero si es lo único que nos queda: follar, matarnos a pajas, abortar, y a seguir. Todo regado con cervecita del Mercadona, que en tiempos de crack financiero no hay para salir de excursión, a gastarse en gasolina ni en patatas fritas ni en moñerías falangistas… Se quejan, nos quejamos, de que haya dinero que ha salido de los impuestos que pagamos todos para celebrar este tipo de reuniones de coros y danzas.

Y bueno, en su defensa, la de esta señora que escribía, he de decir que sí, que me parece que estaba bajo un síndrome tóxico. O eso, o de verdad es gilipollas. Me quiero decantar por lo primero, que El País era lo último que nos quedaba a los progres que no quieren boletines de bar.

El Siete Picos

Últimamente, mi vida es como una montaña rusa. Recuerdo la primera vez que me jugué la vida en el Siete Picos de Madrid… ¿Conocen la sensación esa en la que el carrito comienza a vibrar según va subiendo y, cuando no ven ya si hay algo más adelante, eso empieza a bajar? Todo el mundo chilla, grita, ríe, llora… Yo cerré los ojos. Gritaba y reía a la vez que todo el mundo, movido por la inercia del pánico. El pánico a morir, créanme. Los que no hayan subido al Siete Picos, de verdad que no lo saben. Pero lo sabrán. Es la misma sensación que estar metido en la mierda hasta el cuello. Y estoy seguro de que conocen o conocerán esa sensación. Porque la mitad de ustedes han estado en la mierda. Y la otra mitad lo estará, en cinco, diez años, quizás. Pero lo estará.

Esa sensación de dejarme llevar por un carrito desvencijado, a toda pastilla, por unos raíles raquíticos. En cada looping cierro los ojos con más fuerza y me aferro al carrito, como quien se agarra al asita del coche, esperando que eso le salve a uno la vida… Y ese sabor amargo de la pota llegando al esófago. Y la certeza de que voy a vomitarle al pijo de delante en plena cabezota. Él, que va tan guapo con su polo del cocodrilo, agarradito a su chica de turno. Va a acabar con una dosis extra de gomina, seguro. Una gomina cincuenta por ciento orgánica, cincuenta por ciento E-340, E-452, E-331, estabilizadores, emulgentes, jarabes, correctores de acidez y antiapelmazantes.

Esa es la sensación que me da mi vida. Últimamente, digo. Porque, para serles sinceros, no ha sido siempre así. Pero nos movemos al son que toca. Y lo que toca ahora es el vértigo. Un vértigo para potarle en la cabeza al pijo de delante. El vértigo de ver a las abuelitas con sus nietos. De saber que ellas también han chupado, lamido, follado hasta acabar tendidas, cubiertas de sudor ajeno, con lácteas máculas en esa piel que ya mudaron y que abandonaron muchos miles de kilómetros atrás, en alguna cuneta de la autopista que es su vida. Las abuelas de los niños de ahora. Las madres de los curas y monjas. Las madres de los políticos. La señora que atiende en mi banco. Incluso Esperanza Aguirre habrá tenido algún miembro ajeno en su boca. ¿No les causa vértigo? Cómo todo queda reducido a eso. A la pornografía. A hechos aparentemente inconexos, pero que toman cuerpo, forma, curvas, una vez que nos sentamos a pensar en ellos. Todo acaba siendo un paso más hacia la satisfacción personal. Por no hablar de los masturbadores profesionales. Esos que se deleitan observándose y vistiendo como auténticos pimpollos de colegios privados. Y que aún le van diciendo a uno lo bien que se la cascan. Eyaculadores de dinero. Sementales del parqué que, además, sueñan con hacerle un griego al prójimo.

Esa sensación de vértigo, de ser el único que disfrute en compañía en la soledad de una butaca de sala X, está devorándome, llevándome a donde sólo puede sobrevivir. A la caída libre, a la vibración de los raíles por donde va mi carrito destartalado. Y, todo hay que decirlo, es un gran alivio tener a Blanca a mi lado, cogiéndome la mano y gritando a mi compás. O, mejor dicho, al compás de los vaivenes del Siete Picos. Porque ese contacto humano… buff, cómo se agradece. Cuánto lo echaba de menos. Porque, aunque no lo crean, uno se cansa de la masturbación en ciertos momentos de la vida. Incluso la masturbación se puede convertir en un trabajo arduo y desmotivador. Y lo que de verdad nos hace olvidarnos a veces de que seguimos cayendo es la voz que grita al lado nuestro. Eso nos ayuda a relativizar. Pero ahí vuelve el sabor a hiel. Y veo que la echo. Me retengo. Trago. Pero el sabor sigue ahí. Y lo jodido es que, por mucho tiempo que pase entre pota y pota, uno no se olvida de esa sensación. El dolor en las costillas, el sabor amargo, las brasas en la garganta.

Blanca sigue apretando mi mano. Eso consuela, sin duda. Es como saber el momento en que todo terminará. Pero, ¿qué da más miedo? ¿El Siete Picos, o saber que termina? Porque siempre termina abajo, parando poco a poco y con una sirena ensordecedora que anuncia el fin… El Siete Picos es como un polvo mal echado. Y así es mi vida en estos momentos. Me paseo como un alma en pena, como un vagabundo en un páramo. Anhelando los tiempos de masturbador profesional, olvidando que, al menos, tengo una mano que se aferra a mí, que me aferra al presente. Que evita que olvide que, dentro del carrito, no estoy solo. Pero, lo peor, lo peor de todo esto, es que el perfume del pijo de delante me está matando. Al final le poto, sí. Ahí va... Ya está.

A vueltas con Cristo...

Cristo me ama. Sí, sí, Cristo me ama, y yo sin saberlo. Me lo ha dicho una chica de no más de 16 años por la calle en un grito frenopático a la salida del metro de Moncloa. Con ella, otros cincuenta chavales gritaban y cantaban canciones ininteligibles, incluso para ellos, consistentes en tararear viejos temas de cantautores americanos pseudoreligiosos de los años setenta. Y, de vez en cuando, cantaban Halleluyah!, halleluyah!

La idea de todo esto es que sí, que Cristo me ama. Y la chica estaba súper convencida, oigan. Me lo ha dicho con una alegría, que cualquiera diría que quien me ama es Natalie Portman, o Scarlett Johansson, o el mismísimo coronel Khadafi, por poner algunos ejemplos de sex-symbols femeninas de nuestro tiempo. Y no es que yo le vaya a hacer ascos a Cristo, ni mucho menos. Nunca me asustó la sangre. Pero la chica estaba convencidísima de que un tío esquelético con barbas, volando como Clark Kent por encima de nuestras cabezas, me ha elegido para que sea su dama en la boda… Yo, por si acaso, he sonreído, que según está el mundo, cualquiera le dice que no a un buen polvo.

Y hablando de polvos, la situación ha empeorado. Es que me aparto de la cuestión. Cuando he llegado a esperar mi autobús, como siempre que llego pronto, he sacado un libro que me ha recomendado una gran escritora que conozco, Alía Mateu. Si no la conocen, y si son aficionados a la lectura, la buena, les recomiendo a los dos: a ella, y a un libro que se llama “Dinero”, de Martin Amis.

Pero, como decía, me voy por las ramas. Estaba yo en la parada, cuando un grupo de veinte talibanitos del Vaticano, estos chicos de la Kale Borroka de Rouco, han llegado allí y se han puesto a cantar. Todos adorables, sentados a corro en el suelo, al lado de la parada. Ni que decir tiene que la concentración que se requiere para leer, ni por asomo ha aparecido. Porque para leer se necesita todo el cuerpo y mente. Aunque sea un bote de champú mientras uno está en el único trono en donde es verdaderamente el rey. Ah, antes de que llegaran estos, la única persona que había en la parada era una patinadora de unos diecinueve años. Morena, delgada, menuda. Vestida con un short escaso y una más escasa aún camiseta de tirantes negra. Y los patines puestos. ¿Que qué hacía una patinadora sentada en la parada de “mi” autobús? Pues sencillamente, creo que ha sido puesta ahí para que la historia tenga su gracia. Para que el obseso pornógrafo que rige el mundo se divierta un rato con una escena de seductora ambigüedad…

Yo no estaba para zarandajas, la verdad. Hoy había sido un día durísimo para mí. En el trabajo, con la familia, con Blanca… Blanca es una chica muy fácil de llevar, la verdad. Es de esas personas a las que todo les parece bien, siempre y cuando no le toques los cojones. Y yo soy un experto en saber cuándo estoy a punto de tocar los cojones a alguien. O cuando lo he hecho… Conocí a Blanca no hace mucho pero, es que es mucha mujer. La mayor parte del tiempo nos damos al ciento veinte por ciento en querernos. El resto, lo pasamos hablando animadamente sobre todo y sobre nada. Sobre nada, principalmente, porque así nos deja paso al aburrimiento, y volvemos a lo nuestro. Algún día conseguiremos tener una conversación muy seria, de esas de las parejas de película donde hablan de cosas de la casa, de los hijos… Porque Blanca quiere tener hijos, ya ven. Y yo también con ella. Tengo que tenerlos con alguien. Y creo que ella es una buena madre. Es buena como compañera, así que lo será como madre.

El caso es que estaba yo allí con la patinadora. Sin mucha conversación. Sólo un buenas noches, buenas noches. El bus es a las dos. Sí, a las dos. ¿Te importa que fume? No, yo también voy a fumar… Y ya. Pero han llegado los psicópatas de Ratzinger estos. Cantando, joviales ellos. Y ella me ha mirado como pidiendo auxilio. No hemos intercambiado más palabras, la verdad. Sólo un par de sonrisas de esas de vergüenza ajena. Yo he seguido con mi libro, releyendo cada línea tres veces, porque, como digo, para leer tienes que estar en forma. De cuerpo y mente. Y había sido un día duro. En el trabajo, con la familia, con Blanca… Esto ya se lo he contado. Vamos a lo que vamos. Ese espíritu sádico que organiza el destino me ha puesto entre la espada y la pared. Entonces me he acordado de Cristo. Mi amante bandido. Ese que se fue al desierto para no sé qué mamadas de penitencia. Y se le apareció el diablo o vaya usted a saber quién, vestido como una de esas putas de carretera. Que el hombre este, digo, Cristo, se diría algo así como, joder, en buena hora, ahora que he decidido ser santo… Pues a mí me la han puesto más o menos de la misma guisa. A mi derecha, la santidad de unos parvos cantores de Híspalis desgañitándose en aleluyas; del otro, a la izquierda, ese producto de película porno de autor setentero de Manhattan. Y me he acordado de las palabras de Rouco de esta tarde: “No tengáis miedo de ser santos”. Adivinen qué he hecho. He dejado al diablo escuchando su musiquita satánica, bailando sobre sus patines, y a los jilgueros de dios sentaditos en la parada, y me he ido al banco que hay unos veinte metros más allá, para poder seguir leyendo.

Eso sí, en cuanto he llegado a casa, le he escrito a Blanca. Aún no me ha contestado. Andará con el diablo a vueltas. Que son las fiestas de su pueblo…

A la puerta de cada casa

A la puerta de cada casa debería haber dos ojos como esos.
Dos ojos que expresan
Siempre lo contrario de lo que piensan,
Y que piensan cuando hablas,
Mirando en todas direcciones,
Sin aguantar la mirada.
Acechando al contrincante de tu verbo,
Levantando la sonrisa de tus cejas
Cuando el brillo de sus ojos
Cobardes, con los tuyos se mezclan.
Ni por un momento,
Ni por un instante mínimo,
La lucha se iguala en la batalla
Sangrienta e inmadura
De tu guerra.
Particular mención especial
A otros ojos, pupilas
Que brillan, cuando te ríes,
Sobre tus mejillas.
Y esa vida que le das
Al blanco inerte de tu cara
Cuando sus ojos se ciegan con tu boca,
Rosa primera del año,
Aún cerrada. Y si se abre,
Tus ojos, tus mejillas, tu piel,
Bailan al son de tu pelo, libre y salvaje,
Y manso y temeroso,
Trigo y miel de tu cabeza.
Y se convierte en un aquelarre de risas y miradas
Que espantan al ayanante
Y asustan al caminante
De tus curvas, más óseas que carnales,
Pero un pecado mortal,
Y fuerzas de nuevo tus ojos, cálidos y acogedores,
A parecer portal,
Zaguán de venta, hogar de arrabales, casa de cuna.
A la puerta de cada casa
Debería haber unos ojos como los tuyos.

Testamento de un pesimista

A ti, Alía, por si un día me faltaras:

Este es un recurso, el más habitual no hace mucho, con el que no contaba para poder ponerme en contacto contigo y que supieras al menos de mi vida; algo que me reconforta pues, al menos, sé que es un medio de relación indirecta que, para un cobarde como yo, y perdida toda esperanza para mi en materia de coraje y empecinamiento, consiste en un monólogo en el que nunca se puede saber en qué estado se encuentra el remitente pero, ante todo, es el medio más sincero.

Llevas demasiados años actuando como si hubiera muerto. De hecho, tus apariciones en mi vida, de todo punto casuales, en los últimos tiempos, se intercalaban en mi subconsciente como la visita del espectro del pasado que reincide como si fuera la Historia Interminable de un Cuento de Navidad.

Parece mentira lo generoso que es el tiempo con la memoria. Efectivamente, creo que debíamos haber sido estupendos amigos, antes de que el deseo nos jugase una mala pasada; incluso creo que la separación que no debió haber tenido lugar nunca entre nosotros, hubiera llegado a ocurrir cuando la madurez nos hubiera desmembrado los brazos y piernas de la pasión.

Y es ahora, cuando uno empieza a darse cuenta de que Newton acaba teniendo siempre razón –malditos ingleses- y los pies y las hormonas acaban siendo vencidos por la Gravedad, es ahora, digo, que nuestro orgullo niño de no arrepentirse de nada juega con la posibilidad de echar el tiempo atrás y vernos reflejados, tantos años después, en el espejo del reproche.

Es ahora, incluso en estos mismos momentos, mientras escribo estas líneas que no sé si llegaré a mandarte, que intento recordar en qué se diferencia lo que siento por ti ahora de lo que sentía entonces y se apodera de mi un vértigo que me hace huir de la realidad. De todo lo que me rodea. De mí mismo.

Nunca volveré a tener esas discusiones que nos ocupaban toda la noche sobre libros, demonios, muerte, tiempo... Me dedico a mantenerlas con mi reflejo en el espejo y, todos estos años, he imaginado qué dirías tú. Qué pensarías de todo lo que hago. No sé cuántas veces habremos coincidido en el tiempo imaginando esas conversaciones. Escuchando música o leyendo algún libro.

Es ahora, sin ese amor puro y loco de la niñez espiritual cuando soy yo mismo el que continúa tus ritos de escribir fumando un paquete, en máquina de escribir de las antiguas, de tener siempre cerveza en el frío para las noches de insomnio, de leer en los cafés con una libreta cerca por si una historia se aparece... Compro tus libros y me encierro en mi universo paralelo mientras te imagino escribiendo.

Quizás, más que nunca, entiendo a Camus. Qué hay más puro que el lado oscuro, qué hay más noble que renunciar a la santidad, si el motivo es el amor y el rencor. Qué hay más humano. Ningún animal puede sentir esto. Ni amor, ni rencor. Venderé mi alma al diablo para creerme inmortal y, con ello, hacer más apacible la ausencia de tu mano en mi mano. Porque la soledad es sólo soportable si existe un vínculo fuerte con el futuro.

Y aquí es donde, de nuevo, apareces tú. Se cruzarán nuestros caminos más adelante, lo sé. Algún día romperé de nuevo mi promesa y te llamaré para que protagonices algún momento postrero de mi vida. O será quizás, es lo más probable, para darte la enhorabuena por algún premio. Quién sabe. El destino va haciendo mella en nuestras nucas pero nunca nos adelanta. Y por más que queramos correr, nunca lo dejamos atrás.

En fin, te lego la memoria, los recuerdos y el corazón. Con razón. ¡Salud!

Echando cuentas

El taxímetro marcaba 69,69 Euros cuando llegó a su destino. Como siempre, había hecho la promesa de dejar de fumar si el contador paraba en esa cifra, cuando estaba a escasos metros de casa. Siempre hacía eso. Pequeños retos. Como la protagonista de Amélie, le gustaba provocar al destino con pequeñas apuestas contra sí mismo.

Al salir del taxi, una fuerza enorme seguida de una menuda chica pelirroja golpeó la puerta entre abierta y le empujó de nuevo hacia el interior del coche. El cayó hacia atrás; la chica soltó su bolso y gritó. En ese momento, una señora paseaba un perrito teñido de rosa y, tanto ella como el perro, se quedaron mirando la escena. El perrito ladró tres veces y tiró de la correa para intentar alcanzar el bolso de la chica. Pero cuando quiso llegar, el bolso y la mitad de su contenido estaban ya dentro del charco al lado del taxi.

Él pensó que si la chica se agachaba antes que él a por sus cosas, podría gruñirle e incluso ladrarle por su torpeza. Pero si le miraba a los ojos, sería amable con ella y recogería sus cosas.

Ella pensó que la gente no mira al exterior cuando abre las puertas de los taxis y que él debería haberlo hecho. Pero su madre siempre le había dicho que era muy torpe, así que se culpabilizó y buscó un contacto visual con ese hombre para mostrarle su cara más arrepentida.

Él recogió entonces sus cosas y las fue metiendo en el bolso empapado. “Si encuentro un bolígrafo mordido, le invito a un café.”

Tomaron un café en una de esas calles de Madrid que se parecen a cualquier otra calle de cualquier otra ciudad del mundo, donde sólo hay coches, ruido de gente paseando y un carril bus por donde pasan los transportes públicos peligrosamente cerca de las sillas más próximas a la calzada, en la terraza del bar. Pasaron tres ambulancias, dos coches de policía y cuatro autobuses medio vacíos. También dos parejas en bici, y un hippie cantó dos canciones y media enfrente de ellos. Pagaron 3 Euros con cincuenta por los dos cafés. Ella lo había pedido con leche templada, en vaso y largo de café. A él le había parecido gracioso y había sonreído a la camarera, como aprobando su paciencia. Ella creyó que él estaba flirteando y comenzó a pensar que podía ser atractivo.

Se levantaron después de 37 minutos, en los que charlaron principalmente de sus ocupaciones y de dónde habían nacido. Se miraron fijamente a los ojos 4 veces y él miró su culo la única vez que ella fue al servicio. En ese momento, pensó que si se equivocaba de dirección al entrar en el bar para ir al baño, le pediría verla otra vez. Ella tenía decidido verle de nuevo cuando comprobó en el servicio que se había excitado. Pero cuando salió, él ya había pagado y la esperaba de pie. Se intercambiaron el número de teléfono. El apunto en una servilleta los nueve dígitos y ella lo marcó en un móvil de última generación.

Pasaron doce horas y treinta y seis minutos hasta que él le envió un mensaje invitándola a tomar una copa después del trabajo. En realidad decía, “nos tomamos algo cuando salga”. El mensaje no quería decir nada, pero ella pasó dos horas y cuarenta y cinco minutos pensando qué vestiría. Después se cambió tres veces y se desmaquilló y maquilló otras tantas. El esperó en la boca de metro tres minutos hasta que se dio cuenta de que esa no era la salida en la que habían quedado. Volvió sobre sus pasos hacia la escalera del metro y salió por el otro lado. El pensó que si ella ya estaba allí, pasaría el resto de su vida con ella, probablemente.

Ella llevaba siete minutos esperando.

El corazón de los dos latía a ciento veintidós pulsaciones por minuto. Quince personas alrededor fueron testigos del encuentro. Entre ellas, siete mujeres y ocho hombres. Dos perros también, pero no prestaban demasiada atención. Una mujer llegó a la boca del metro, corriendo, tropezó y, mientras alargaba la pierna para no caer, pensó: “Si esta vez no me caigo, prometo dejar de fumar.”

Alía Mateu

Ella es joven. Más joven de lo que aparenta su mirada y menos de lo que dicen sus manos. Sus ojos de mirada profunda, casi con su propio centro gravitatorio, te obligan a clavar tus pupilas en las suyas; mientras, ella, despreocupada, se encarga de conquistarte sin excesos. Tan sólo con su sonrisa infantil y sus gestos frescos, casi torpes. No para de hablar casi nunca. Pero cuando escucha, tengo la impresión de estar en el examen final de alguna asignatura para la que no he estudiado. Porque ella escucha con todo el cuerpo. Su atención se aísla en uno, como si necesitara parar el tiempo para lograr concentrarse. Pero lo consigue.

Sin embargo, ahora, no está escuchando. Tampoco está hablando. Al menos, no en voz alta. Está leyendo una de esas ediciones de saldo en las que, de forma anárquica se aglutinan dibujos, fotografías y textos a la vez. Está fumando pero la lectura la sumerge tanto que de vez en cuando la ceniza cae de su cigarrillo, al suelo. También cae su cabello sobre su cara. Un cabello rojo, largo, brillante. Le cae como un telón bermellón sobre la escena que es su rostro. Un rostro magnífico, plagado de pecas, de donde nacen gestos y muecas continuamente; quizás no sea una escena. Es más bien la pantalla de un cine de los de antes, con películas mudas y piano en directo. Sólo que su música, ahora, no la pone ella.

Va pasando las páginas sin percibir que la observo. Sigue leyendo y, de vez en cuando, su boca dibuja una sonrisa; yo sonrío con ella.

Creo que ahora sí se ha dado cuenta de que estoy mirándola. Pone su dedo índice entre las páginas del libro, marcando un fin al momento que empieza; como queriendo dejar claro que va a seguir leyendo. Entonces, me mira, me besa y me dice:

“No me mires, me pones nerviosa.”

Supermercados España

Señores clientes, les recordamos que desde hoy, día 20 de noviembre de 2011, cualquier prenda, mueble, inmueble, persona o cargo están a su disposición en la sección de Oportunidades.

Además, presentando su carnet del Partido, una Visa Oro, o cualquier documento identificativo, como un billete de quinientos euros, podrán acceder a nuestra sección reservada donde procederemos, durante las veinticuatro horas, a subastar productos de alta gama, como trajes de etiqueta, libertades, derechos y trabajadores sumisos. Estos últimos, con precios rebajados hasta en un cincuenta por ciento.

Aprovechen esta oportunidad.

Y, como oferta especial para los sesenta primeros compradores, les obsequiamos con un viaje a mil novecientos treinta y nueve, con todos los daños colaterales pagados.


...En otro orden de cosas, nos comunican que se ha perdido un niño, llamado Sentido Común. Sus padres le comunican que si no quiere volver a su casa, no importa. Estarán viendo Intereconomía en su nueva televisión de cerebro plano, en la cafetería. El niño puede esperar en nuestra sección de juguetes, donde podrá visitar el museo de objetos antiguos, como libros de texto, auténticos maestros con vocación -disecados, por supuesto-, un pelo de Pilar Mirò, una uña de Maravall y un estatuto auténtico de una Escuela Pública...

Gracias por su desinformación.

El camino

Suponiendo que la vida llega con un plan bajo el brazo, como diría aquel, ni idea tenía de que ese plan fuese a ser tan intrincado y fenomenal como el que me esperaba. No sólo por la sorpresa de encontrar un camino más en el infinito árbol de posibles de mi futuro de esta forma, sino también, por la gran cantidad de elecciones y descartes que tengo y tienes que hacer para que ese camino sea común.

Por eso, cuando la bomba cayó sobre mí; cuando la curiosidad devino necesidad, como tú dices; cuando el anhelo más íntimo empezó a construirse sobre la base más efímera, sentí que estaba moviéndome hacia la luz sobre la fina capa de hielo de un lago siberiano, donde es tan frío el aire como el agua. Pero con la promesa de un lar ardiente. Y hacia allá me fui.

Cualquiera que haya corrido en campo a través sabe que cada paso debe ser analizado en décimas de segundo, cada mal paso puede suponer una lesión, dolor, caídas o la pérdida irreparable de un tiempo precioso camino a la victoria total. En nuestro caso, hemos ido dando pasos sin mirar el suelo, sin saber hacia dónde corríamos, sólo por el placer de correr. Por la pura adrenalina de reconocer un terreno nuevo. Como el que pisa la nieve matinal y mira sus huellas, solas, únicas, en medio del desierto brillante.

Entonces, cuando el deshielo de la primera primavera comenzó a fundir nuestras máscaras y pudimos mirarnos a los ojos, por fin, el tibio suspense de unos segundos colgó el tiempo y lo que estaba dividido se unió, húmedo aún, cada vez más caliente, sucio, sencillo, violento, profanador y secreto. Continuábamos pisando la nieve, pero ahora fundíamos nuestros pasos sin saber quién seguía a quién.

Y empezaron los obstáculos. Esos obstáculos que la vida ha ido construyendo en nuestra vía, esos que, sin quererlo, hemos ido colocando poco a poco, con decisiones e indecisiones, y que había que esquivar, que salvar, para que el compromiso común de un camino juntos pudiera hacerse realidad. Nos ayudamos en cada búnker de arena, en cada río que cruzamos, en cada muro en el camino, vamos de la mano, nos esperamos.

Y sin darnos cuenta, avanzamos más lento, pero más seguro. Sabiendo que, ahora, velaremos por la ruta, el uno por el otro; sabiendo que, si caes, estaré justo detrás para recogerte, y que si caigo yo, esperarás por mí.

El barbecho

Crujiente,
como el eco de tus palabras en mi mente,
se va labrando el deseo entre los surcos helados.
Rompe la superficie y sale la tierra, negra, húmeda,
dispuesta a ser fecundada por tu mano.
Y ya no puedo compartir la vida.
He creado un monstruo perverso.
He desafiado a la muerte,
y tampoco puedo compartir la muerte.
Contigo.
Sólo contigo.
Tú que me das la vida y la muerte
en la dosis necesaria para creer que sí,
que el dolor en su justa medida es bueno.
Y me dejo arar la piel
para quererte en mi sangre,
para morir en tu vida,
para ganarme la muerte.

April 15th 1997

¿Te arrullará Caronte en su regazo
mientras cruzáis el río en su barca
hacia la orilla desde la que ya no oiré
tu risa, tu llanto, tu hipo, tu alma?

¿Te dará Yahveh unas alitas
como las de los ángeles de Raphaello
para que vueles y pueda sentirte cerca
y puedas venir a mi cama si tienes miedo?

¿Me bastará escudarme en el odio
y en el rechazo, en el olvido y la ira,
cuando lleguen las nueve de la noche
y el agua de tu baño esté fría?

¿Llevarás nuevas a Egipto?
¿Serás un ángel, un duende?
¿Serás de luz? ¿Serás de agua?
¿Serás copos cuando nieve?

¿Te reencarnarás en alguien cercano
para venir a enamorarme un día,
para hacerte notar con detalles
pequeños, como una pluma en las vías?

¿A qué dios le rezaré, a qué Cielo irás,
a qué santos y santas les pediré
que te laven tu manta azul cada domingo
y echen vainilla en tu Nutribén?

Te has dejado tu zanahoria
con cara de azafata de Iberia.
Yo te la guardo y te aguardo
para que el día que quieras, vengas.

La bicicleta rota

Hoy he leido que Portugal ha decidido aceptar la realidad y solicitar una ayuda al fondo de rescate de la Unión Europea de unos 90 mil millones de Euros... Un intento de responsabilidad política de Sócrates después de su huída. Veremos si el Fondo contesta antes de las elecciones generales a las que el Partido Socialista se enfrenta en los próximos meses con una estimación de voto inferior al 25%... Una recuperación económica bien vendida a los medios serviría para reforzar y recuperar la carga de votos de este partido que, históricamente, representa un termómetro de apoyo de la izquierda en Europa.

Y es que la crisis cayó como una bomba en países con gobiernos de izquierdas (Reino Unido, España, Grecia, Portugal, Estados Unidos...). La desconfianza tradicional de los votantes en la capacidad de un partido socialdemócrata para realizar buenas políticas económicas parece que no acaba. Y sin embargo, a pesar de muchas opiniones encontradas de periodistas y medios contra la reacción del Presidente Obama o del Presidente Zapatero, lo cierto es que, aun a sabiendas de tomar medidas antipopulares, están poniendo los parches necesarios para sacar a sus países de la crisis. Ya sea solicitando ayudas internacionales, ya sea (como en el caso de España) reforzando la economía a medio y largo plazo.

Según el próximo Presidente de la República Francesa, Dominique Strauss-Kahn, España y su gobierno han tomado las medidas necesarias para salir de la crisis y la valoración de la deuda española ya está en el mejor nivel desde el comienzo del crack financiero.

Aún así, la solución sigue pareciéndome un parche en la cubierta de una bicicleta a la que le fallan los frenos, los pedales y la cadena... No hay más que tirar la bicicleta y buscar un nuevo vehículo. Los ciudadanos pensaban que la respuesta a la crisis sería más contundente desde Washington y desde Bruselas, algo así como un nuevo sistema de nacionalización bancaria y de servicios. No apelo al comunismo ni al falso bolivarianismo de Chaves, pero sin una política de nacionalización de los servicios más rentables, donde las empresas que más aportan a la economía tuvieran que compartir beneficios (al igual que ya comparten gastos) con el Estado, las naciones tendrían un colchón de inversión con el que asegurarse el pago de una deuda externa que va superando poco a poco el montante de dinero real que se mueve en el mundo.

Por ejemplo, el estado invierte dinero de los contribuyentes en reflotar una Caja de Ahorros. ¿No sería más lógico que esa inyección de dinero fuera para comprar participaciones del Tesoro Público? De esa forma el dinero ingresado serviría para asegurar que cuando la repartición de beneficios se realizara, el Estado tendría la posibilidad de reingresar el dinero invertido con creces. Incluso de controlar los movimientos más que dudosos que muchas de las cajas y alguno de los bancos han realizado en estos dos últimos años.

Existen demasiados poderes fácticos en el mundo, demasiados lobbies que viven de nuestra deuda, una deuda necesaria para promover el consumismo de productos financieros, para promover el uso de nuevas tecnologías, etc. Mientras los ciudadanos piden créditos que no pueden pagar para comprar el nuevo iPhone, los bancos y las Bolsas ya se frotan las manos pensando en los intereses que van a cobrar en concepto de retrasos en la devolución de las ayudas del Fondo Común.

Están ayudando a los países más afectados. ¿O los están comprando?

A Rey muerto, Rey puesto...

Veo alucinado las noticias sobre la caida de gobiernos y las protestas contra los que quedan en la Unión Europea, pensando que el sistema democrático occidental tiene fallos que no consigo descifrar, pero que apuntan claramente a la falta de responsabilidad de los partidos de oposición, a la lucha por el poder y al borreguismo de los ciudadanos, que se aferran a las ideas de tertulia pseudo-cultural de los medios de comunicación...

Así, Sócrates dimite tras un alarde de irresponsabilidad política doble: del PSD, porque no se puede echar la culpa de la gestión de la crisis a ningún Primer Ministro, más bien al Consejo Europeo; y del propio Sócrates, porque no se puede afrontar una derrota desapareciendo del mapa. Este señor, famoso por el espíritu de esperanza que supo darle al pueblo portugués cuando más falta le hacía, famoso también por la falta de seriedad en algunas intervenciones públicas, debería haber tenido la suficiente valentía para decretar las medidas de lanzamiento económico por imposición legal. Se trata de salvar a Portugal, no de salvar el culo; no se puede tomar esto como algo personal, porque caerá en el mismo error que el PSD...

Por otro lado, el recién elegido Cameron, en Gran Bretaña, se enfrenta a una protesta alentada por la demagogia sindical, contra el establecimiento de medidas para frenar la crisis y el paro, que no son coyunturaes: Cameron anunció estas medidas ya en Campaña electoral. Seamos serios: ¿cuántos ingleses entendían lo que este tipo decía cuando celebraba mítines, unos meses atrás? El caso es que ahora tiene el récord de impopularidad galopante para un Premier británico, tan sólo 10 meses después de su elección.

Y entre todos, el presidente Zapatero, a quien sólo se le reconoce el mérito de que España no tenga que ser rescatada por el fondo de la Unión, en el extranjero. Bueno, los empresarios hoy le piden que no se vaya, por eso de la estabilidad, que para un miembro de la patronal, es como decir "contigo me entiendo y me das lo que necesito, ¿para qué cambiar ahora?". Ni defiendo ni ataco a Zapatero, porque está haciendo política de coyuntura. Lo que le dicen que tiene que hacer para salvar España, sin pensar en que puede perder el poder, sin pensar en las próximas elecciones... Cuando Zapatero hizo la política en la que cree, renovó mandato, avalado por millones de españoles que aprobaron su línea social y económica. Ahora toca luchar y apoyar medidas que no sirven a Zapatero, sino a España y a su solvencia como 5º país de la Unión Europea.

Lo increíble es que aún haya políticos que acusen a un Primer Ministro o a todo un gobierno por una crisis de la que los únicos culpables, los bancos, son los que se están llevando el beneficio. Y lo peor es que existan medios de comunicación, cuyo capital es controlado por los bancos, que sigan vendiendo la moto de que los gobiernos de cada país de la Unión son independientes y la responsabilidad de la crisis, y de salir de ella, es de los ciudadanos...

Es como si un gorila te parte la cabeza mientras duermes y encima tuvieras que tener la confianza suficiente en él para que te cosiera el cráneo y velara tu sueño en lo sucesivo... Locuras de estos tiempos...

La Guerra de las Galaxias

Estos días he estado fuera de España y bastante aislado de noticias (malas y buenas) que se han ido sucediendo a lo largo de los últimos siete días. Al llegar a Madrid, pedí a un buen amigo que me pusiera al día del estado de las cosas en Libia, Japón y esos puntos de interés que están a la moda ahora mismo. Y llegué a varias conclusiones: una, que Japón no es más que una distracción que preocupa en su justa medida, porque está muy lejos. Les sirve a los entendidos de bar y a otros políticos de igual nivel moral, para debatir sobre las energías limpias, las renovables y las peligrosas. Pero ni hablar del petróleo, eso no se pone en duda... hipócritas...
Otra conclusión es que Libia preocupa porque el coronel Khadafi es una de las personalidades del final del siglo XX y principios de este siglo XXI que más sabe, más conoce y más prestó a las naciones que ahora le están intentando sacar del poder y de los micrófonos. No estoy defendiendo a este tipo, nunca me cayó bien. Pero, como otros dictadores, desde los reyes de países del Golfo Pérsico hasta el mismo Hugo Chávez, son males menores que las autodenominadas "Democracias occidentales" consideran aliados, hasta que su participación en la deuda pública de los estados del "Imperio del dólar" es demasiado pesada. Entonces se los cargan.

Lo que más miedo me da, es que me importa un rábano si Khadafi sigue en el poder o no; lo que de verdad me cabrea es que se lo van a quitar de en medio como a Sadam Hussein, sin darle opción a devolver al país lo que le ha robado. Y sobre todo, sin dejar a los libios que decidan por sí solos.

El descontrol de los aliados es asombroso: unos dicen que la intervención es legal, otros que hay que saltarse la ley y entrar con los tanques, y otros ni fu ni fa, a la música que toque Washington... Y mientras tanto ni siquiera nos van a decir si con los bombardeos de Obama, Cameron y Sarkozy están causando bajas civiles. Aunque después de las pruebas de puntería en Iraq y Afganistán, mucho me temo que estamos creando más problemas en un estado que habría capitulado con una visita de Ban-Ki Moon.

En todo caso, y es a lo que iba, me da la sensación que cada vez nos parecemos más a una versión cutre y medieval de Star Wars, donde Luke Skywalker es Obama, Cameron juega a Han Solo y, por supuesto, Sarkozy es la princesa Leia. El Emperador del lado oscuro sigue siendo el Comunismo, aunque nos vayan contando cuentos sobre la Guerra contra el Terrorismo, como en la doble trilogía de George Lucas, para que nuestros parlamentos vayan haciéndose a la idea de un ejército de clones mundial que dominará el planeta bajo el mando de alguien en Wall Street.

Así que, decidí irme a cenar con amigos y dedicarme a arreglar mi vida social, en vez de cabrearme con lo poco coherente que es la política internacional de nuestros días. Y me vino la noticia más chocante del día: una de mis amigas ha decidido borrar su cuenta de Facebook... aún sigo esperando explicaciones :S