Jornadas de Coros y Danzas

Leí hace un par de días un artículo en El País, escrito por una de esas modernas que piensan que la libertad de expresión es poder decir todo lo que se le pasa a uno por la cabeza, sin importar cuánta gente vaya a notar lo gilipollas que eres, sin importar que dejen escribir a retrasados o aquejados de menopausia, síndrome premenstrual o crisis masculina de los cincuenta…

El caso es que, con todo el derecho del mundo a expresar su absurdo punto de vista, esta señora clamaba al cielo por la supuesta intolerancia de los grupos laicistas contra los bienaventurados cristianos que siguen colapsando metros, autobuses y calles de Madrid. Ella comparaba esa intolerancia, repito, supuesta para ella, presunta, con la intolerancia que podríamos exigir a estos grupos antireligiosos hacia los musulmanes, judíos y demás minorías confesionales de nuestra Europa. Y yo me pregunto, ¿podría deberse a que había fumado algún producto nocivo, ilegal o insalubre? Porque si no es así, esta tía no debería escribir ni para el canal del torito…

Veamos, y vamos por partes. A nadie, que yo sepa, de momento, se le ha ocurrido poner una bomba en Madrid contra el papa. A un desdichado talibán de Ratzinger le han pillado preparando una contra los anticlericales. Por otro lado, ningún laicista se manifiesta contra el derecho a la libertad de culto. Y en cambio, los kale borroka de Rouco van minando la moral y la quietud de los vagones de metro, cantando alabanzas a un único dios, grande y libre también, y verdadero y muy aleluyoso. Además, nadie dice que el papa no tenga derecho a venir a Madrid a organizar lo que quiera organizar con sus seguidores. Siempre que sea legal, claro, no vaya a ser que Madrid se convierta en el nuevo destino de turismo sexual de los curillas en busca de “carne de la alianza nueva y eterna”. Pero, me pregunto, ¿estos gobiernos, municipal, regional, central, mundial, universal, darían un solo euro por unas jornadas mundiales de la juventud, vamos a decir, musulmana? ¿Se cortarían calles y se invertirían cincuenta millones en operativos y tenderetes?

De eso se quejan los laicistas, oigan. Que nadie les va a insultar por ser católicos. Pero es que manda huevos que en un país en crisis, vayamos encima a financiar un acto en el que se nos advierte contra la libertad sin dios, contra el aborto, contra la eutanasia, contra los condones, contra las putas, contra la masturbación, contra el alcohol… Pero si es lo único que nos queda: follar, matarnos a pajas, abortar, y a seguir. Todo regado con cervecita del Mercadona, que en tiempos de crack financiero no hay para salir de excursión, a gastarse en gasolina ni en patatas fritas ni en moñerías falangistas… Se quejan, nos quejamos, de que haya dinero que ha salido de los impuestos que pagamos todos para celebrar este tipo de reuniones de coros y danzas.

Y bueno, en su defensa, la de esta señora que escribía, he de decir que sí, que me parece que estaba bajo un síndrome tóxico. O eso, o de verdad es gilipollas. Me quiero decantar por lo primero, que El País era lo último que nos quedaba a los progres que no quieren boletines de bar.

El Siete Picos

Últimamente, mi vida es como una montaña rusa. Recuerdo la primera vez que me jugué la vida en el Siete Picos de Madrid… ¿Conocen la sensación esa en la que el carrito comienza a vibrar según va subiendo y, cuando no ven ya si hay algo más adelante, eso empieza a bajar? Todo el mundo chilla, grita, ríe, llora… Yo cerré los ojos. Gritaba y reía a la vez que todo el mundo, movido por la inercia del pánico. El pánico a morir, créanme. Los que no hayan subido al Siete Picos, de verdad que no lo saben. Pero lo sabrán. Es la misma sensación que estar metido en la mierda hasta el cuello. Y estoy seguro de que conocen o conocerán esa sensación. Porque la mitad de ustedes han estado en la mierda. Y la otra mitad lo estará, en cinco, diez años, quizás. Pero lo estará.

Esa sensación de dejarme llevar por un carrito desvencijado, a toda pastilla, por unos raíles raquíticos. En cada looping cierro los ojos con más fuerza y me aferro al carrito, como quien se agarra al asita del coche, esperando que eso le salve a uno la vida… Y ese sabor amargo de la pota llegando al esófago. Y la certeza de que voy a vomitarle al pijo de delante en plena cabezota. Él, que va tan guapo con su polo del cocodrilo, agarradito a su chica de turno. Va a acabar con una dosis extra de gomina, seguro. Una gomina cincuenta por ciento orgánica, cincuenta por ciento E-340, E-452, E-331, estabilizadores, emulgentes, jarabes, correctores de acidez y antiapelmazantes.

Esa es la sensación que me da mi vida. Últimamente, digo. Porque, para serles sinceros, no ha sido siempre así. Pero nos movemos al son que toca. Y lo que toca ahora es el vértigo. Un vértigo para potarle en la cabeza al pijo de delante. El vértigo de ver a las abuelitas con sus nietos. De saber que ellas también han chupado, lamido, follado hasta acabar tendidas, cubiertas de sudor ajeno, con lácteas máculas en esa piel que ya mudaron y que abandonaron muchos miles de kilómetros atrás, en alguna cuneta de la autopista que es su vida. Las abuelas de los niños de ahora. Las madres de los curas y monjas. Las madres de los políticos. La señora que atiende en mi banco. Incluso Esperanza Aguirre habrá tenido algún miembro ajeno en su boca. ¿No les causa vértigo? Cómo todo queda reducido a eso. A la pornografía. A hechos aparentemente inconexos, pero que toman cuerpo, forma, curvas, una vez que nos sentamos a pensar en ellos. Todo acaba siendo un paso más hacia la satisfacción personal. Por no hablar de los masturbadores profesionales. Esos que se deleitan observándose y vistiendo como auténticos pimpollos de colegios privados. Y que aún le van diciendo a uno lo bien que se la cascan. Eyaculadores de dinero. Sementales del parqué que, además, sueñan con hacerle un griego al prójimo.

Esa sensación de vértigo, de ser el único que disfrute en compañía en la soledad de una butaca de sala X, está devorándome, llevándome a donde sólo puede sobrevivir. A la caída libre, a la vibración de los raíles por donde va mi carrito destartalado. Y, todo hay que decirlo, es un gran alivio tener a Blanca a mi lado, cogiéndome la mano y gritando a mi compás. O, mejor dicho, al compás de los vaivenes del Siete Picos. Porque ese contacto humano… buff, cómo se agradece. Cuánto lo echaba de menos. Porque, aunque no lo crean, uno se cansa de la masturbación en ciertos momentos de la vida. Incluso la masturbación se puede convertir en un trabajo arduo y desmotivador. Y lo que de verdad nos hace olvidarnos a veces de que seguimos cayendo es la voz que grita al lado nuestro. Eso nos ayuda a relativizar. Pero ahí vuelve el sabor a hiel. Y veo que la echo. Me retengo. Trago. Pero el sabor sigue ahí. Y lo jodido es que, por mucho tiempo que pase entre pota y pota, uno no se olvida de esa sensación. El dolor en las costillas, el sabor amargo, las brasas en la garganta.

Blanca sigue apretando mi mano. Eso consuela, sin duda. Es como saber el momento en que todo terminará. Pero, ¿qué da más miedo? ¿El Siete Picos, o saber que termina? Porque siempre termina abajo, parando poco a poco y con una sirena ensordecedora que anuncia el fin… El Siete Picos es como un polvo mal echado. Y así es mi vida en estos momentos. Me paseo como un alma en pena, como un vagabundo en un páramo. Anhelando los tiempos de masturbador profesional, olvidando que, al menos, tengo una mano que se aferra a mí, que me aferra al presente. Que evita que olvide que, dentro del carrito, no estoy solo. Pero, lo peor, lo peor de todo esto, es que el perfume del pijo de delante me está matando. Al final le poto, sí. Ahí va... Ya está.

A vueltas con Cristo...

Cristo me ama. Sí, sí, Cristo me ama, y yo sin saberlo. Me lo ha dicho una chica de no más de 16 años por la calle en un grito frenopático a la salida del metro de Moncloa. Con ella, otros cincuenta chavales gritaban y cantaban canciones ininteligibles, incluso para ellos, consistentes en tararear viejos temas de cantautores americanos pseudoreligiosos de los años setenta. Y, de vez en cuando, cantaban Halleluyah!, halleluyah!

La idea de todo esto es que sí, que Cristo me ama. Y la chica estaba súper convencida, oigan. Me lo ha dicho con una alegría, que cualquiera diría que quien me ama es Natalie Portman, o Scarlett Johansson, o el mismísimo coronel Khadafi, por poner algunos ejemplos de sex-symbols femeninas de nuestro tiempo. Y no es que yo le vaya a hacer ascos a Cristo, ni mucho menos. Nunca me asustó la sangre. Pero la chica estaba convencidísima de que un tío esquelético con barbas, volando como Clark Kent por encima de nuestras cabezas, me ha elegido para que sea su dama en la boda… Yo, por si acaso, he sonreído, que según está el mundo, cualquiera le dice que no a un buen polvo.

Y hablando de polvos, la situación ha empeorado. Es que me aparto de la cuestión. Cuando he llegado a esperar mi autobús, como siempre que llego pronto, he sacado un libro que me ha recomendado una gran escritora que conozco, Alía Mateu. Si no la conocen, y si son aficionados a la lectura, la buena, les recomiendo a los dos: a ella, y a un libro que se llama “Dinero”, de Martin Amis.

Pero, como decía, me voy por las ramas. Estaba yo en la parada, cuando un grupo de veinte talibanitos del Vaticano, estos chicos de la Kale Borroka de Rouco, han llegado allí y se han puesto a cantar. Todos adorables, sentados a corro en el suelo, al lado de la parada. Ni que decir tiene que la concentración que se requiere para leer, ni por asomo ha aparecido. Porque para leer se necesita todo el cuerpo y mente. Aunque sea un bote de champú mientras uno está en el único trono en donde es verdaderamente el rey. Ah, antes de que llegaran estos, la única persona que había en la parada era una patinadora de unos diecinueve años. Morena, delgada, menuda. Vestida con un short escaso y una más escasa aún camiseta de tirantes negra. Y los patines puestos. ¿Que qué hacía una patinadora sentada en la parada de “mi” autobús? Pues sencillamente, creo que ha sido puesta ahí para que la historia tenga su gracia. Para que el obseso pornógrafo que rige el mundo se divierta un rato con una escena de seductora ambigüedad…

Yo no estaba para zarandajas, la verdad. Hoy había sido un día durísimo para mí. En el trabajo, con la familia, con Blanca… Blanca es una chica muy fácil de llevar, la verdad. Es de esas personas a las que todo les parece bien, siempre y cuando no le toques los cojones. Y yo soy un experto en saber cuándo estoy a punto de tocar los cojones a alguien. O cuando lo he hecho… Conocí a Blanca no hace mucho pero, es que es mucha mujer. La mayor parte del tiempo nos damos al ciento veinte por ciento en querernos. El resto, lo pasamos hablando animadamente sobre todo y sobre nada. Sobre nada, principalmente, porque así nos deja paso al aburrimiento, y volvemos a lo nuestro. Algún día conseguiremos tener una conversación muy seria, de esas de las parejas de película donde hablan de cosas de la casa, de los hijos… Porque Blanca quiere tener hijos, ya ven. Y yo también con ella. Tengo que tenerlos con alguien. Y creo que ella es una buena madre. Es buena como compañera, así que lo será como madre.

El caso es que estaba yo allí con la patinadora. Sin mucha conversación. Sólo un buenas noches, buenas noches. El bus es a las dos. Sí, a las dos. ¿Te importa que fume? No, yo también voy a fumar… Y ya. Pero han llegado los psicópatas de Ratzinger estos. Cantando, joviales ellos. Y ella me ha mirado como pidiendo auxilio. No hemos intercambiado más palabras, la verdad. Sólo un par de sonrisas de esas de vergüenza ajena. Yo he seguido con mi libro, releyendo cada línea tres veces, porque, como digo, para leer tienes que estar en forma. De cuerpo y mente. Y había sido un día duro. En el trabajo, con la familia, con Blanca… Esto ya se lo he contado. Vamos a lo que vamos. Ese espíritu sádico que organiza el destino me ha puesto entre la espada y la pared. Entonces me he acordado de Cristo. Mi amante bandido. Ese que se fue al desierto para no sé qué mamadas de penitencia. Y se le apareció el diablo o vaya usted a saber quién, vestido como una de esas putas de carretera. Que el hombre este, digo, Cristo, se diría algo así como, joder, en buena hora, ahora que he decidido ser santo… Pues a mí me la han puesto más o menos de la misma guisa. A mi derecha, la santidad de unos parvos cantores de Híspalis desgañitándose en aleluyas; del otro, a la izquierda, ese producto de película porno de autor setentero de Manhattan. Y me he acordado de las palabras de Rouco de esta tarde: “No tengáis miedo de ser santos”. Adivinen qué he hecho. He dejado al diablo escuchando su musiquita satánica, bailando sobre sus patines, y a los jilgueros de dios sentaditos en la parada, y me he ido al banco que hay unos veinte metros más allá, para poder seguir leyendo.

Eso sí, en cuanto he llegado a casa, le he escrito a Blanca. Aún no me ha contestado. Andará con el diablo a vueltas. Que son las fiestas de su pueblo…

A la puerta de cada casa

A la puerta de cada casa debería haber dos ojos como esos.
Dos ojos que expresan
Siempre lo contrario de lo que piensan,
Y que piensan cuando hablas,
Mirando en todas direcciones,
Sin aguantar la mirada.
Acechando al contrincante de tu verbo,
Levantando la sonrisa de tus cejas
Cuando el brillo de sus ojos
Cobardes, con los tuyos se mezclan.
Ni por un momento,
Ni por un instante mínimo,
La lucha se iguala en la batalla
Sangrienta e inmadura
De tu guerra.
Particular mención especial
A otros ojos, pupilas
Que brillan, cuando te ríes,
Sobre tus mejillas.
Y esa vida que le das
Al blanco inerte de tu cara
Cuando sus ojos se ciegan con tu boca,
Rosa primera del año,
Aún cerrada. Y si se abre,
Tus ojos, tus mejillas, tu piel,
Bailan al son de tu pelo, libre y salvaje,
Y manso y temeroso,
Trigo y miel de tu cabeza.
Y se convierte en un aquelarre de risas y miradas
Que espantan al ayanante
Y asustan al caminante
De tus curvas, más óseas que carnales,
Pero un pecado mortal,
Y fuerzas de nuevo tus ojos, cálidos y acogedores,
A parecer portal,
Zaguán de venta, hogar de arrabales, casa de cuna.
A la puerta de cada casa
Debería haber unos ojos como los tuyos.

Testamento de un pesimista

A ti, Alía, por si un día me faltaras:

Este es un recurso, el más habitual no hace mucho, con el que no contaba para poder ponerme en contacto contigo y que supieras al menos de mi vida; algo que me reconforta pues, al menos, sé que es un medio de relación indirecta que, para un cobarde como yo, y perdida toda esperanza para mi en materia de coraje y empecinamiento, consiste en un monólogo en el que nunca se puede saber en qué estado se encuentra el remitente pero, ante todo, es el medio más sincero.

Llevas demasiados años actuando como si hubiera muerto. De hecho, tus apariciones en mi vida, de todo punto casuales, en los últimos tiempos, se intercalaban en mi subconsciente como la visita del espectro del pasado que reincide como si fuera la Historia Interminable de un Cuento de Navidad.

Parece mentira lo generoso que es el tiempo con la memoria. Efectivamente, creo que debíamos haber sido estupendos amigos, antes de que el deseo nos jugase una mala pasada; incluso creo que la separación que no debió haber tenido lugar nunca entre nosotros, hubiera llegado a ocurrir cuando la madurez nos hubiera desmembrado los brazos y piernas de la pasión.

Y es ahora, cuando uno empieza a darse cuenta de que Newton acaba teniendo siempre razón –malditos ingleses- y los pies y las hormonas acaban siendo vencidos por la Gravedad, es ahora, digo, que nuestro orgullo niño de no arrepentirse de nada juega con la posibilidad de echar el tiempo atrás y vernos reflejados, tantos años después, en el espejo del reproche.

Es ahora, incluso en estos mismos momentos, mientras escribo estas líneas que no sé si llegaré a mandarte, que intento recordar en qué se diferencia lo que siento por ti ahora de lo que sentía entonces y se apodera de mi un vértigo que me hace huir de la realidad. De todo lo que me rodea. De mí mismo.

Nunca volveré a tener esas discusiones que nos ocupaban toda la noche sobre libros, demonios, muerte, tiempo... Me dedico a mantenerlas con mi reflejo en el espejo y, todos estos años, he imaginado qué dirías tú. Qué pensarías de todo lo que hago. No sé cuántas veces habremos coincidido en el tiempo imaginando esas conversaciones. Escuchando música o leyendo algún libro.

Es ahora, sin ese amor puro y loco de la niñez espiritual cuando soy yo mismo el que continúa tus ritos de escribir fumando un paquete, en máquina de escribir de las antiguas, de tener siempre cerveza en el frío para las noches de insomnio, de leer en los cafés con una libreta cerca por si una historia se aparece... Compro tus libros y me encierro en mi universo paralelo mientras te imagino escribiendo.

Quizás, más que nunca, entiendo a Camus. Qué hay más puro que el lado oscuro, qué hay más noble que renunciar a la santidad, si el motivo es el amor y el rencor. Qué hay más humano. Ningún animal puede sentir esto. Ni amor, ni rencor. Venderé mi alma al diablo para creerme inmortal y, con ello, hacer más apacible la ausencia de tu mano en mi mano. Porque la soledad es sólo soportable si existe un vínculo fuerte con el futuro.

Y aquí es donde, de nuevo, apareces tú. Se cruzarán nuestros caminos más adelante, lo sé. Algún día romperé de nuevo mi promesa y te llamaré para que protagonices algún momento postrero de mi vida. O será quizás, es lo más probable, para darte la enhorabuena por algún premio. Quién sabe. El destino va haciendo mella en nuestras nucas pero nunca nos adelanta. Y por más que queramos correr, nunca lo dejamos atrás.

En fin, te lego la memoria, los recuerdos y el corazón. Con razón. ¡Salud!

Echando cuentas

El taxímetro marcaba 69,69 Euros cuando llegó a su destino. Como siempre, había hecho la promesa de dejar de fumar si el contador paraba en esa cifra, cuando estaba a escasos metros de casa. Siempre hacía eso. Pequeños retos. Como la protagonista de Amélie, le gustaba provocar al destino con pequeñas apuestas contra sí mismo.

Al salir del taxi, una fuerza enorme seguida de una menuda chica pelirroja golpeó la puerta entre abierta y le empujó de nuevo hacia el interior del coche. El cayó hacia atrás; la chica soltó su bolso y gritó. En ese momento, una señora paseaba un perrito teñido de rosa y, tanto ella como el perro, se quedaron mirando la escena. El perrito ladró tres veces y tiró de la correa para intentar alcanzar el bolso de la chica. Pero cuando quiso llegar, el bolso y la mitad de su contenido estaban ya dentro del charco al lado del taxi.

Él pensó que si la chica se agachaba antes que él a por sus cosas, podría gruñirle e incluso ladrarle por su torpeza. Pero si le miraba a los ojos, sería amable con ella y recogería sus cosas.

Ella pensó que la gente no mira al exterior cuando abre las puertas de los taxis y que él debería haberlo hecho. Pero su madre siempre le había dicho que era muy torpe, así que se culpabilizó y buscó un contacto visual con ese hombre para mostrarle su cara más arrepentida.

Él recogió entonces sus cosas y las fue metiendo en el bolso empapado. “Si encuentro un bolígrafo mordido, le invito a un café.”

Tomaron un café en una de esas calles de Madrid que se parecen a cualquier otra calle de cualquier otra ciudad del mundo, donde sólo hay coches, ruido de gente paseando y un carril bus por donde pasan los transportes públicos peligrosamente cerca de las sillas más próximas a la calzada, en la terraza del bar. Pasaron tres ambulancias, dos coches de policía y cuatro autobuses medio vacíos. También dos parejas en bici, y un hippie cantó dos canciones y media enfrente de ellos. Pagaron 3 Euros con cincuenta por los dos cafés. Ella lo había pedido con leche templada, en vaso y largo de café. A él le había parecido gracioso y había sonreído a la camarera, como aprobando su paciencia. Ella creyó que él estaba flirteando y comenzó a pensar que podía ser atractivo.

Se levantaron después de 37 minutos, en los que charlaron principalmente de sus ocupaciones y de dónde habían nacido. Se miraron fijamente a los ojos 4 veces y él miró su culo la única vez que ella fue al servicio. En ese momento, pensó que si se equivocaba de dirección al entrar en el bar para ir al baño, le pediría verla otra vez. Ella tenía decidido verle de nuevo cuando comprobó en el servicio que se había excitado. Pero cuando salió, él ya había pagado y la esperaba de pie. Se intercambiaron el número de teléfono. El apunto en una servilleta los nueve dígitos y ella lo marcó en un móvil de última generación.

Pasaron doce horas y treinta y seis minutos hasta que él le envió un mensaje invitándola a tomar una copa después del trabajo. En realidad decía, “nos tomamos algo cuando salga”. El mensaje no quería decir nada, pero ella pasó dos horas y cuarenta y cinco minutos pensando qué vestiría. Después se cambió tres veces y se desmaquilló y maquilló otras tantas. El esperó en la boca de metro tres minutos hasta que se dio cuenta de que esa no era la salida en la que habían quedado. Volvió sobre sus pasos hacia la escalera del metro y salió por el otro lado. El pensó que si ella ya estaba allí, pasaría el resto de su vida con ella, probablemente.

Ella llevaba siete minutos esperando.

El corazón de los dos latía a ciento veintidós pulsaciones por minuto. Quince personas alrededor fueron testigos del encuentro. Entre ellas, siete mujeres y ocho hombres. Dos perros también, pero no prestaban demasiada atención. Una mujer llegó a la boca del metro, corriendo, tropezó y, mientras alargaba la pierna para no caer, pensó: “Si esta vez no me caigo, prometo dejar de fumar.”

Alía Mateu

Ella es joven. Más joven de lo que aparenta su mirada y menos de lo que dicen sus manos. Sus ojos de mirada profunda, casi con su propio centro gravitatorio, te obligan a clavar tus pupilas en las suyas; mientras, ella, despreocupada, se encarga de conquistarte sin excesos. Tan sólo con su sonrisa infantil y sus gestos frescos, casi torpes. No para de hablar casi nunca. Pero cuando escucha, tengo la impresión de estar en el examen final de alguna asignatura para la que no he estudiado. Porque ella escucha con todo el cuerpo. Su atención se aísla en uno, como si necesitara parar el tiempo para lograr concentrarse. Pero lo consigue.

Sin embargo, ahora, no está escuchando. Tampoco está hablando. Al menos, no en voz alta. Está leyendo una de esas ediciones de saldo en las que, de forma anárquica se aglutinan dibujos, fotografías y textos a la vez. Está fumando pero la lectura la sumerge tanto que de vez en cuando la ceniza cae de su cigarrillo, al suelo. También cae su cabello sobre su cara. Un cabello rojo, largo, brillante. Le cae como un telón bermellón sobre la escena que es su rostro. Un rostro magnífico, plagado de pecas, de donde nacen gestos y muecas continuamente; quizás no sea una escena. Es más bien la pantalla de un cine de los de antes, con películas mudas y piano en directo. Sólo que su música, ahora, no la pone ella.

Va pasando las páginas sin percibir que la observo. Sigue leyendo y, de vez en cuando, su boca dibuja una sonrisa; yo sonrío con ella.

Creo que ahora sí se ha dado cuenta de que estoy mirándola. Pone su dedo índice entre las páginas del libro, marcando un fin al momento que empieza; como queriendo dejar claro que va a seguir leyendo. Entonces, me mira, me besa y me dice:

“No me mires, me pones nerviosa.”