Echando cuentas

El taxímetro marcaba 69,69 Euros cuando llegó a su destino. Como siempre, había hecho la promesa de dejar de fumar si el contador paraba en esa cifra, cuando estaba a escasos metros de casa. Siempre hacía eso. Pequeños retos. Como la protagonista de Amélie, le gustaba provocar al destino con pequeñas apuestas contra sí mismo.

Al salir del taxi, una fuerza enorme seguida de una menuda chica pelirroja golpeó la puerta entre abierta y le empujó de nuevo hacia el interior del coche. El cayó hacia atrás; la chica soltó su bolso y gritó. En ese momento, una señora paseaba un perrito teñido de rosa y, tanto ella como el perro, se quedaron mirando la escena. El perrito ladró tres veces y tiró de la correa para intentar alcanzar el bolso de la chica. Pero cuando quiso llegar, el bolso y la mitad de su contenido estaban ya dentro del charco al lado del taxi.

Él pensó que si la chica se agachaba antes que él a por sus cosas, podría gruñirle e incluso ladrarle por su torpeza. Pero si le miraba a los ojos, sería amable con ella y recogería sus cosas.

Ella pensó que la gente no mira al exterior cuando abre las puertas de los taxis y que él debería haberlo hecho. Pero su madre siempre le había dicho que era muy torpe, así que se culpabilizó y buscó un contacto visual con ese hombre para mostrarle su cara más arrepentida.

Él recogió entonces sus cosas y las fue metiendo en el bolso empapado. “Si encuentro un bolígrafo mordido, le invito a un café.”

Tomaron un café en una de esas calles de Madrid que se parecen a cualquier otra calle de cualquier otra ciudad del mundo, donde sólo hay coches, ruido de gente paseando y un carril bus por donde pasan los transportes públicos peligrosamente cerca de las sillas más próximas a la calzada, en la terraza del bar. Pasaron tres ambulancias, dos coches de policía y cuatro autobuses medio vacíos. También dos parejas en bici, y un hippie cantó dos canciones y media enfrente de ellos. Pagaron 3 Euros con cincuenta por los dos cafés. Ella lo había pedido con leche templada, en vaso y largo de café. A él le había parecido gracioso y había sonreído a la camarera, como aprobando su paciencia. Ella creyó que él estaba flirteando y comenzó a pensar que podía ser atractivo.

Se levantaron después de 37 minutos, en los que charlaron principalmente de sus ocupaciones y de dónde habían nacido. Se miraron fijamente a los ojos 4 veces y él miró su culo la única vez que ella fue al servicio. En ese momento, pensó que si se equivocaba de dirección al entrar en el bar para ir al baño, le pediría verla otra vez. Ella tenía decidido verle de nuevo cuando comprobó en el servicio que se había excitado. Pero cuando salió, él ya había pagado y la esperaba de pie. Se intercambiaron el número de teléfono. El apunto en una servilleta los nueve dígitos y ella lo marcó en un móvil de última generación.

Pasaron doce horas y treinta y seis minutos hasta que él le envió un mensaje invitándola a tomar una copa después del trabajo. En realidad decía, “nos tomamos algo cuando salga”. El mensaje no quería decir nada, pero ella pasó dos horas y cuarenta y cinco minutos pensando qué vestiría. Después se cambió tres veces y se desmaquilló y maquilló otras tantas. El esperó en la boca de metro tres minutos hasta que se dio cuenta de que esa no era la salida en la que habían quedado. Volvió sobre sus pasos hacia la escalera del metro y salió por el otro lado. El pensó que si ella ya estaba allí, pasaría el resto de su vida con ella, probablemente.

Ella llevaba siete minutos esperando.

El corazón de los dos latía a ciento veintidós pulsaciones por minuto. Quince personas alrededor fueron testigos del encuentro. Entre ellas, siete mujeres y ocho hombres. Dos perros también, pero no prestaban demasiada atención. Una mujer llegó a la boca del metro, corriendo, tropezó y, mientras alargaba la pierna para no caer, pensó: “Si esta vez no me caigo, prometo dejar de fumar.”

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