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Pero en la muchedumbre de las aves
rectas a su destino
una bandada y otra dibujaban
victorias triangulares unidas
por la voz de un solo vuelo
(Pablo Neruda, Migraciones)



Viernes



Se tomó el pulso. Su corazón latía con fuerza, como el de una locomotora vieja. Llevaba ya más de una hora de camino sobre su bicicleta. Una de esas antiguas, de hierro, con las que solía jugar de niña. Ahora la utilizaba para ir a comprar al centro del pueblo, a cuyas afueras vivía junto a dos gatos y un vacío. Los gatos dormían con ella. El vacío también. Los gatos se llamaban Will y Witch. Y aunque le gustaba poner nombre a las cosas, hacía mucho tiempo que había olvidado el nombre de su vacío. Aunque al menos su lado izquierdo de la cama ya no le pertenecía. Will y Witch habían ido arrinconando poco a poco al vacío y ya sólo podía dormir acurrucado a los pies, sin tocar a nadie. Sólo lo encontraba al despertar, en el sabor del café y el olor de las tostadas; también al ocaso, cuando los vacíos se vuelven miedosos y se obstinan en abrazarte y besarte.

Después de haber recuperado el aliento, prosiguió su marcha. Pedaleó con firmeza y creía que la cadena y el corazón se iban a salir de su sitio. Alguien del bar de la plaza le había dicho un día que él solía estar allí los viernes y que alguna vez había preguntado por ella. Se había vestido rauda por la mañana y había elegido un vestido estampado. La clave era ir arreglada pero sin que se notase que lo hacía por él. O quizás sí debiera notarse. La verdad, no tenía la menor importancia. Si él no había cambiado, no se daría cuenta ni del color de las flores que lo adornaban.

Cuando llegó a la plaza, el sol se hacía pesado ya. Como una siesta antes de comer en la que sueñas que es otro día. Soltó la bicicleta y muy lentamente entró en Chez Richard. Richard, el dueño del bar, era un tipo maduro que le había estado tirando los trastos durante unos meses, acompañándola a casa e intentando robar besos en las comisuras cuando los labios se quedaban demasiado cerca al decirse buenas noches. Pero a quien había acabado llevándose a casa una noche fue al hijo de Richard, Henri, que era más joven que ella y no le había pedido nada más aparte de un café como excusa para entrar esa noche, y otro café como excusa para quedarse esa mañana y hacer el amor sobre la mesa de la cocina. Después de aquello, no volvieron a verse más. Henri tenía una novia en la capital y se iban a casar. Por lo que anduvo diciendo su padre, Richard, la chica se había quedado embarazada y, aunque tenía sólo diecinueve años, habían decidido casarse.

Por supuesto que Richard no tenía ni idea de lo que había acontecido entre su hijo y ella, por lo que seguía llamándola “princesa”, “corazón” y esas cosas que un maduro le llama a una jovencita con la intención de mostrarse galante, aunque suene cursi. “Buenos días, princesa”, dijo. Ella seguía sintiendo un poco de vergüenza ajena cada vez que él le saludaba así con el bar lleno, pero se iba acostumbrando. Ese día, de hecho, le daba igual cómo Richard la saludara. Entró mirando hacia todos los lados, buscándole. A él. A aquel que había perforado su casa de vacíos como un ratón en un queso. A aquel cuyo adiós interminable seguía resonando en el silencio de las habitaciones de la casa. A aquel que, un año antes, había arrancado las entrañas del lado derecho del ropero de su habitación. A aquel que había dejado huérfano al cepillo de dientes azul.

Pero no le vio. Siguió buscando de nuevo, escrutando cada rostro, esperanzada de haber olvidado su cara, esperanzada de reconocerle en otro, de volver a conocerle. De que el hombre con traje negro que se acercaba a ella con la mirada de un caballo de carreras fuese él. Sin embargo, no lo era. Pasó sobre ella, la atravesó, y siguió su camino hacia la barra como uno más de los desconocidos del bar.

Volvió a la plaza, que ahora parecía estar ensombrecida por las nubes que arremetían contra el azul de sus ojos. Montó en la bicicleta y bajó la calle que conducía a la carretera, por donde había ido y venido cada viernes desde hacía un año.

Pasaron seis días más en los que los gatos y el vacío se fueron adueñando de la casa. Ella continuaba haciendo las cosas que le gustaban a él. Se arreglaba como una autómata y compraba y cocinaba para los dos. Cuando sonreía, pensaba en él. Cuando lloraba, lo maldecía. Y cuando se acostaba, seguía buscando su calor en el hueco vacío a los pies del lado izquierdo de la cama. Pero los viernes, el vacío se mudaba y se multiplicaba, se extendía a la plaza, al bar, al camino, al mismo sillín de la bicicleta en la que pedaleaba huyendo hacia él.

Y cuando volvía, sin haberle encontrado, sin haberse llenado, su vacío volvía al lecho, a la cocina y al sofá. Y ni siquiera Will y Witch podían llenarlo porque ya habían comido y ya se sabe que los gatos son como el alcohol, que sólo te requiere cuando hay alguna tumba que llenar. Así que ella regresaba a casa, a esa que fue “su casa” y que ahora sólo era “la casa”. Aquellas paredes, techos, suelos, ventanas y puertas que nada significaban sin él, aquellos espacios llenos de muebles, botellas vacías, platos sin fregar y cajones de recuerdos que dolían como heridas mal cerradas al abrirse.

Pero habían pasado seis días y ya era viernes de nuevo. El día en el que el calendario había detenido su espiral y el día en el que vivía desde hacía un año. El único día que, al menos hasta mediodía, brillaba el sol. Y de nuevo subía la calle que conduce a la plaza.

En el bar, el señor Etienne Mattieu, maestro de escuela, luchaba contra una mosca que se le había posado en el borde del vaso de vermouth que estaba bebiendo. De ahí había pasado a su mano, luego a su nariz y ahora zumbaba más cerca de su oreja de lo que las buenas costumbres y las leyes del espacio vital de cada uno de los contendientes dictaban. Había sido trasladado hacía seis meses desde la capital, tras haber tenido un romance con una jovencita a la que había dejado embarazada, y cuyo novio resultó ser el hijo de Richard. Y aunque ellos no lo sabían, ella le seguía escribiendo cartas de desamor y de embarazo. Él guardaba todas las cartas, incluso aquellas que no leía; porque no leía todas. Había conseguido ir aprendiendo a detectar el humor de la remitente por la caligrafía del sobre, y dejaba cerradas las misivas que él categorizaba como “antipáticas”.

El mismo día que terminaba su primer día en la escuela del pueblo, fue a tomar una cerveza al bar de Richard, donde el dueño mantenía una acalorada discusión con su hijo a causa de su marcha a la capital. Fue entonces, al oír el nombre del joven y de la razón por la que marchaba, cuando se dio cuenta de la casualidad. No obstante, con el paso del tiempo, había labrado una relación con Richard de esas en las que los errores se relatan sin pasar la vergüenza de tener que justificarlos. Y las horas se hacen más cortas. Y el tiempo pasa mientras piensas que tardes así debieran durar para siempre.

Richard habló a Etienne un día de una mujer a la que había estado cortejando. Richard utilizó esa palabra, cortejar, sin ningún atisbo de romanticismo, sólo porque parecía mucho más amable que otras palabras que los jóvenes suelen utilizar. Era jueves por la noche y Richard le comentó a Etienne que ella solía subir al bar los viernes por la mañana. Así que, por mera curiosidad, cuando terminó las clases del viernes, a las once y media en punto, cruzó la plaza hacia el bar, en donde, en ese preciso instante, entraba una mujer bastante más joven de lo que aparentaba su forma de moverse. Imaginó que la bicicleta vieja que había apoyada contra la fachada del bar debía ser de ella y no consiguió imaginarse a aquel cuerpecillo de alambre moviendo una máquina que aparentaba ser tan pesada.

Pero cuando cruzó el umbral del establecimiento, pudo ver con más detenimiento a la mujer. Sintió latir toda la sangre de su cuerpo en las sienes y pudo verse claramente desde fuera, como en uno de esos viajes astrales, con la cara sudorosa y ruborizada, como cuando tenía once años y besó por primera vez a una chica, en el patio del colegio, y una erección evidentísima elevó su pantaloncito corto delante de la besante y del resto de sus compañeros. No se puede decir que se enamorase en ese preciso instante, pero algo cosquilleando las paredes de su esófago y un beso fantasma en la nuca fueron las impresiones más recordadas, horas después, que la visión de esa mujer le habían producido.

A partir de ese día, cada viernes, tras la escuela, cruzaba la plaza para verla tan sólo unos minutos. Tan sólo para oler su perfume, para mirar en sus ojos perdidos en los rincones del bar. Para ver su cuerpo de alambre y su cabello rojo flotar por el aire cargado, con la ligereza y la insistencia con las que lo hacía la mosca que seguía buscando miel en el borde de su vaso, de nuevo. Llegó incluso a preguntar por ella a uno de los clientes habituales, quien se encargó de trasladar a la mujer el recado de que podría encontrarle allí cada viernes. Pero ella parecía no haberlo recibido. O simplemente le ignoraba. Él se contentaba con verla llegar en su bicicleta, entrar en el bar, fisgar en el interior con la boca entreabierta y salir colocándose el cabello tras la oreja, hacia su bicicleta. Camino de vuelta hacia un nuevo viernes.

Y así, en una simbiosis entre la esperanza y la pérdida, los viernes fueron días más brillantes. Al menos hasta mediodía.

Bendito salami


El otro día, en el sentido más amplio de la expresión, ese que le dan las sirenas, encontré en un bar a una de aquellas mujeres a las que, por azares del destino y de la vida loca, hice daño una vez. Bueno, hacer daño, lo que se dice daño, no se lo hice. Creo que ella se sintió dolida más bien por lo que vino después; un “sitehevistonomeacuerdo” inmediato, autodefensivo y trapero a media noche.

El caso es que yo pensaba que ella no estaría por la labor, pero esa desinhibición que causan el alcohol, las altas horas de la madrugada y la confianza de un cuerpo ya inspeccionado, nos llevaron a una conversación muy amena plagada de incongruencias y de indirectas, todo ello inmerso en un mar de efluvios etílicos y deseo de que, cada uno de nosotros, fuésemos otra persona. En esto estábamos cuando Baco nos abrió las puertas de su garito y entramos a saco; primero en los servicios, donde el ambiente cargado de orín y vómito, así como la postura incómoda, me recordaron demasiado a Blanca. Después decidimos ir a mi casa. Mi sofá ha conocido muchos orgasmos, propios y ajenos. Pero el de esta tipa fue bestial. Comenzó a gritar en el clímax cosas que a mí me parecían salmos de la Biblia. Y cuando hubo terminado, se giró, me besó y me dijo que dios me había enviado de nuevo a su vida con el propósito de convertirme en mejor persona. Yo le dije que, bueno, que eso habría que discutirlo, porque yo me considero un hombre bueno. Más tonto que bueno, y que aunque todo el mundo piensa que soy idiota, me sobrevaloran. Eso le hizo reír. Me abrazó y se durmió.

Lo peor de ir a la casa de uno a echar un polvo es que no puedes decir que tienes que irte después del acto. El acto de follar, quiero decir. Pero por la mañana me arrepentí como un cruzado por no haber elegido su cama. Al despertarse, me hincó de rodillas y me hizo rezar. Un Ave María de desayuno no le hace daño a nadie. Y menos aún si ella después decidió mantenerse de rodillas mientras yo zapeaba los canales de televisión para concentrarme en su trabajo oral. Pero llegó de nuevo el énfasis religioso y cuando saboreó mi final, empezó a gritar no sé qué del maná del desierto… En esas ocasiones, puede uno sentirse alagado. Pero lo que me acongojaba era que ella no sentía el menor deseo de marcharse de mi casa y me veía de novena a la caída del sol.

A eso de mediodía, finalmente, se duchó y se vistió. Pero me animó a salir y yo también pensé que sería una buena forma de despejar mi mente de ese ataque sin piedad de los legionarios de Cristo en mi casa. Salimos a la calle – el sol debería tener prohibido brillar en las mañanas de resaca – y giré a la izquierda para acompañarla a casa. Ella, dócil como el cordero de dios, me permitió hacer hasta que llegamos enfrente de su portal y cuál no fue mi sorpresa al ver justo al otro lado de la calle, una iglesia católica en la que nunca había reparado. Intenté no hacer contacto visual con ella para evitar cualquier impulso devoto, pero no funcionó. “Debemos dar gracias a dios por habernos reunido…” dijo, con todo el morro. Yo la seguí hasta la puerta del templo, pero cuando entró, me di la vuelta y salí corriendo en plan Ben Johnson hasta mi casa, bajé las persianas y apagué el móvil. Me quedé dormido escuchando la radio, una de esas en las que sólo dan noticias. Cuando desperté, sin la menor idea de qué hora era, el pequeño visor del aparato de radio anunciaba las siete y cincuenta y cuatro, pero lo que más me sorprendió era la emisora que estaba escuchando: Radio María. Apagué el cacharro contra el suelo y salí corriendo a la nevera a beber un trago de un vino blanco que había comprado quince días atrás, la última vez que Blanca anduvo por casa, y salí a la calle para cerciorarme de que el mundo seguía siendo el mismo. Empecé a correr y me encontré en el bar de una urbanización, donde un tipo que se parecía a Antonio Vega, y Fofito, el gran payaso, alternaban gin-tonics y sus voces se confundían con “Cita con el Rock and Roll”, de Nacha Pop. Pero eso es otra historia…

Es muy posible que vuelva a encontrármela un día de estos. Pero lo que tengo claro es que, la próxima vez, elijo su casa. O me quedo en la barra, esperando a alguna gótica que me confunda con Cortázar renacido de entre los muertos.