Se tomó el pulso. Su corazón latía con fuerza, como el de una
locomotora vieja. Llevaba ya más de una hora de camino sobre su bicicleta. Una
de esas antiguas, de hierro, con las que solía jugar de niña. Ahora la utilizaba
para ir a comprar al centro del pueblo, a cuyas afueras vivía junto a dos gatos
y un vacío. Los gatos dormían con ella. El vacío también. Los gatos se llamaban
Will y Witch. Y aunque le gustaba poner nombre a las cosas, hacía mucho tiempo
que había olvidado el nombre de su vacío. Aunque al menos su lado izquierdo de
la cama ya no le pertenecía. Will y Witch habían ido arrinconando poco a poco al
vacío y ya sólo podía dormir acurrucado a los pies, sin tocar a nadie. Sólo lo
encontraba al despertar, en el sabor del café y el olor de las tostadas;
también al ocaso, cuando los vacíos se vuelven miedosos y se obstinan en
abrazarte y besarte.
Después de haber recuperado el aliento, prosiguió su marcha. Pedaleó
con firmeza y creía que la cadena y el corazón se iban a salir de su sitio. Alguien
del bar de la plaza le había dicho un día que él solía estar allí los viernes y
que alguna vez había preguntado por ella. Se había vestido rauda por la mañana
y había elegido un vestido estampado. La clave era ir arreglada pero sin que se
notase que lo hacía por él. O quizás sí debiera notarse. La verdad, no tenía la
menor importancia. Si él no había cambiado, no se daría cuenta ni del color de
las flores que lo adornaban.
Cuando llegó a la plaza, el sol se hacía pesado ya. Como una siesta
antes de comer en la que sueñas que es otro día. Soltó la bicicleta y muy lentamente
entró en Chez Richard. Richard, el dueño del bar, era un tipo maduro que le
había estado tirando los trastos durante unos meses, acompañándola a casa e
intentando robar besos en las comisuras cuando los labios se quedaban demasiado
cerca al decirse buenas noches. Pero a quien había acabado llevándose a casa
una noche fue al hijo de Richard, Henri, que era más joven que ella y no le
había pedido nada más aparte de un café como excusa para entrar esa noche, y
otro café como excusa para quedarse esa mañana y hacer el amor sobre la mesa de
la cocina. Después de aquello, no volvieron a verse más. Henri tenía una novia
en la capital y se iban a casar. Por lo que anduvo diciendo su padre, Richard,
la chica se había quedado embarazada y, aunque tenía sólo diecinueve años,
habían decidido casarse.
Por supuesto que Richard no tenía ni idea de lo que había acontecido
entre su hijo y ella, por lo que seguía llamándola “princesa”, “corazón” y esas
cosas que un maduro le llama a una jovencita con la intención de mostrarse
galante, aunque suene cursi. “Buenos días, princesa”, dijo. Ella seguía
sintiendo un poco de vergüenza ajena cada vez que él le saludaba así con el bar
lleno, pero se iba acostumbrando. Ese día, de hecho, le daba igual cómo Richard
la saludara. Entró mirando hacia todos los lados, buscándole. A él. A aquel que
había perforado su casa de vacíos como un ratón en un queso. A aquel cuyo adiós
interminable seguía resonando en el silencio de las habitaciones de la casa. A
aquel que, un año antes, había arrancado las entrañas del lado derecho del
ropero de su habitación. A aquel que había dejado huérfano al cepillo de
dientes azul.
Pero no le vio. Siguió buscando de nuevo, escrutando cada rostro,
esperanzada de haber olvidado su cara, esperanzada de reconocerle en otro, de
volver a conocerle. De que el hombre con traje negro que se acercaba a ella con
la mirada de un caballo de carreras fuese él. Sin embargo, no lo era. Pasó
sobre ella, la atravesó, y siguió su camino hacia la barra como uno más de los
desconocidos del bar.
Volvió a la plaza, que ahora parecía estar ensombrecida por las nubes
que arremetían contra el azul de sus ojos. Montó en la bicicleta y bajó la
calle que conducía a la carretera, por donde había ido y venido cada viernes
desde hacía un año.
Pasaron seis días más en los que los gatos y el vacío se fueron
adueñando de la casa. Ella continuaba haciendo las cosas que le gustaban a él.
Se arreglaba como una autómata y compraba y cocinaba para los dos. Cuando
sonreía, pensaba en él. Cuando lloraba, lo maldecía. Y cuando se acostaba,
seguía buscando su calor en el hueco vacío a los pies del lado izquierdo de la
cama. Pero los viernes, el vacío se mudaba y se multiplicaba, se extendía a la
plaza, al bar, al camino, al mismo sillín de la bicicleta en la que pedaleaba
huyendo hacia él.
Y cuando volvía, sin haberle encontrado, sin haberse llenado, su vacío
volvía al lecho, a la cocina y al sofá. Y ni siquiera Will y Witch podían
llenarlo porque ya habían comido y ya se sabe que los gatos son como el
alcohol, que sólo te requiere cuando hay alguna tumba que llenar. Así que ella
regresaba a casa, a esa que fue “su casa” y que ahora sólo era “la casa”.
Aquellas paredes, techos, suelos, ventanas y puertas que nada significaban sin
él, aquellos espacios llenos de muebles, botellas vacías, platos sin fregar y
cajones de recuerdos que dolían como heridas mal cerradas al abrirse.
Pero habían pasado seis días y ya era viernes de nuevo. El día en el
que el calendario había detenido su espiral y el día en el que vivía desde
hacía un año. El único día que, al menos hasta mediodía, brillaba el sol. Y de
nuevo subía la calle que conduce a la plaza.
En el bar, el señor Etienne Mattieu, maestro de escuela, luchaba
contra una mosca que se le había posado en el borde del vaso de vermouth que
estaba bebiendo. De ahí había pasado a su mano, luego a su nariz y ahora
zumbaba más cerca de su oreja de lo que las buenas costumbres y las leyes del
espacio vital de cada uno de los contendientes dictaban. Había sido trasladado
hacía seis meses desde la capital, tras haber tenido un romance con una
jovencita a la que había dejado embarazada, y cuyo novio resultó ser el hijo de
Richard. Y aunque ellos no lo sabían, ella le seguía escribiendo cartas de
desamor y de embarazo. Él guardaba todas las cartas, incluso aquellas que no
leía; porque no leía todas. Había conseguido ir aprendiendo a detectar el humor
de la remitente por la caligrafía del sobre, y dejaba cerradas las misivas que
él categorizaba como “antipáticas”.
El mismo día que terminaba su primer día en la escuela del pueblo, fue
a tomar una cerveza al bar de Richard, donde el dueño mantenía una acalorada
discusión con su hijo a causa de su marcha a la capital. Fue entonces, al oír
el nombre del joven y de la razón por la que marchaba, cuando se dio cuenta de
la casualidad. No obstante, con el paso del tiempo, había labrado una relación
con Richard de esas en las que los errores se relatan sin pasar la vergüenza de
tener que justificarlos. Y las horas se hacen más cortas. Y el tiempo pasa
mientras piensas que tardes así debieran durar para siempre.
Richard habló a Etienne un día de una mujer a la que había estado
cortejando. Richard utilizó esa palabra, cortejar, sin ningún atisbo de
romanticismo, sólo porque parecía mucho más amable que otras palabras que los
jóvenes suelen utilizar. Era jueves por la noche y Richard le comentó a Etienne
que ella solía subir al bar los viernes por la mañana. Así que, por mera
curiosidad, cuando terminó las clases del viernes, a las once y media en punto,
cruzó la plaza hacia el bar, en donde, en ese preciso instante, entraba una
mujer bastante más joven de lo que aparentaba su forma de moverse. Imaginó que
la bicicleta vieja que había apoyada contra la fachada del bar debía ser de
ella y no consiguió imaginarse a aquel cuerpecillo de alambre moviendo una
máquina que aparentaba ser tan pesada.
Pero cuando cruzó el umbral del establecimiento, pudo ver con más
detenimiento a la mujer. Sintió latir toda la sangre de su cuerpo en las sienes
y pudo verse claramente desde fuera, como en uno de esos viajes astrales, con
la cara sudorosa y ruborizada, como cuando tenía once años y besó por primera
vez a una chica, en el patio del colegio, y una erección evidentísima elevó su
pantaloncito corto delante de la besante y del resto de sus compañeros. No se
puede decir que se enamorase en ese preciso instante, pero algo cosquilleando
las paredes de su esófago y un beso fantasma en la nuca fueron las impresiones
más recordadas, horas después, que la visión de esa mujer le habían producido.
A partir de ese día, cada viernes, tras la escuela, cruzaba la plaza
para verla tan sólo unos minutos. Tan sólo para oler su perfume, para mirar en
sus ojos perdidos en los rincones del bar. Para ver su cuerpo de alambre y su
cabello rojo flotar por el aire cargado, con la ligereza y la insistencia con
las que lo hacía la mosca que seguía buscando miel en el borde de su vaso, de
nuevo. Llegó incluso a preguntar por ella a uno de los clientes habituales,
quien se encargó de trasladar a la mujer el recado de que podría encontrarle
allí cada viernes. Pero ella parecía no haberlo recibido. O simplemente le ignoraba.
Él se contentaba con verla llegar en su bicicleta, entrar en el bar, fisgar en
el interior con la boca entreabierta y salir colocándose el cabello tras la
oreja, hacia su bicicleta. Camino de vuelta hacia un nuevo viernes.
Y así, en una simbiosis entre la esperanza y la pérdida, los viernes
fueron días más brillantes. Al menos hasta mediodía.