El otro día, en el sentido más amplio
de la expresión, ese que le dan las sirenas, encontré en un bar a una de
aquellas mujeres a las que, por azares del destino y de la vida loca, hice daño
una vez. Bueno, hacer daño, lo que se dice daño, no se lo hice. Creo que ella
se sintió dolida más bien por lo que vino después; un “sitehevistonomeacuerdo”
inmediato, autodefensivo y trapero a media noche.
El caso es que yo pensaba que ella no
estaría por la labor, pero esa desinhibición que causan el alcohol, las altas
horas de la madrugada y la confianza de un cuerpo ya inspeccionado, nos
llevaron a una conversación muy amena plagada de incongruencias y de
indirectas, todo ello inmerso en un mar de efluvios etílicos y deseo de que,
cada uno de nosotros, fuésemos otra persona. En esto estábamos cuando Baco nos
abrió las puertas de su garito y entramos a saco; primero en los servicios,
donde el ambiente cargado de orín y vómito, así como la postura incómoda, me
recordaron demasiado a Blanca. Después decidimos ir a mi casa. Mi sofá ha
conocido muchos orgasmos, propios y ajenos. Pero el de esta tipa fue bestial.
Comenzó a gritar en el clímax cosas que a mí me parecían salmos de la Biblia. Y
cuando hubo terminado, se giró, me besó y me dijo que dios me había enviado de
nuevo a su vida con el propósito de convertirme en mejor persona. Yo le dije
que, bueno, que eso habría que discutirlo, porque yo me considero un hombre
bueno. Más tonto que bueno, y que aunque todo el mundo piensa que soy idiota,
me sobrevaloran. Eso le hizo reír. Me abrazó y se durmió.
Lo peor de ir a la casa de uno a echar
un polvo es que no puedes decir que tienes que irte después del acto. El acto
de follar, quiero decir. Pero por la mañana me arrepentí como un cruzado por no
haber elegido su cama. Al despertarse, me hincó de rodillas y me hizo rezar. Un
Ave María de desayuno no le hace daño a nadie. Y menos aún si ella después
decidió mantenerse de rodillas mientras yo zapeaba los canales de televisión
para concentrarme en su trabajo oral. Pero llegó de nuevo el énfasis religioso
y cuando saboreó mi final, empezó a gritar no sé qué del maná del desierto… En
esas ocasiones, puede uno sentirse alagado. Pero lo que me acongojaba era que
ella no sentía el menor deseo de marcharse de mi casa y me veía de novena a la
caída del sol.
A eso de mediodía, finalmente, se
duchó y se vistió. Pero me animó a salir y yo también pensé que sería una buena
forma de despejar mi mente de ese ataque sin piedad de los legionarios de
Cristo en mi casa. Salimos a la calle – el sol debería tener prohibido brillar
en las mañanas de resaca – y giré a la izquierda para acompañarla a casa. Ella,
dócil como el cordero de dios, me permitió hacer hasta que llegamos enfrente de
su portal y cuál no fue mi sorpresa al ver justo al otro lado de la calle, una
iglesia católica en la que nunca había reparado. Intenté no hacer contacto
visual con ella para evitar cualquier impulso devoto, pero no funcionó.
“Debemos dar gracias a dios por habernos reunido…” dijo, con todo el morro. Yo
la seguí hasta la puerta del templo, pero cuando entró, me di la vuelta y salí
corriendo en plan Ben Johnson hasta mi casa, bajé las persianas y apagué el
móvil. Me quedé dormido escuchando la radio, una de esas en las que sólo dan
noticias. Cuando desperté, sin la menor idea de qué hora era, el pequeño visor
del aparato de radio anunciaba las siete y cincuenta y cuatro, pero lo que más
me sorprendió era la emisora que estaba escuchando: Radio María. Apagué el
cacharro contra el suelo y salí corriendo a la nevera a beber un trago de un
vino blanco que había comprado quince días atrás, la última vez que Blanca
anduvo por casa, y salí a la calle para cerciorarme de que el mundo seguía
siendo el mismo. Empecé a correr y me encontré en el bar de una urbanización,
donde un tipo que se parecía a Antonio Vega, y Fofito, el gran payaso,
alternaban gin-tonics y sus voces se confundían con “Cita con el Rock and
Roll”, de Nacha Pop. Pero eso es otra historia…
Es muy posible que vuelva a
encontrármela un día de estos. Pero lo que tengo claro es que, la próxima vez,
elijo su casa. O me quedo en la barra, esperando a alguna gótica que me
confunda con Cortázar renacido de entre los muertos.
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