A vueltas con Cristo...

Cristo me ama. Sí, sí, Cristo me ama, y yo sin saberlo. Me lo ha dicho una chica de no más de 16 años por la calle en un grito frenopático a la salida del metro de Moncloa. Con ella, otros cincuenta chavales gritaban y cantaban canciones ininteligibles, incluso para ellos, consistentes en tararear viejos temas de cantautores americanos pseudoreligiosos de los años setenta. Y, de vez en cuando, cantaban Halleluyah!, halleluyah!

La idea de todo esto es que sí, que Cristo me ama. Y la chica estaba súper convencida, oigan. Me lo ha dicho con una alegría, que cualquiera diría que quien me ama es Natalie Portman, o Scarlett Johansson, o el mismísimo coronel Khadafi, por poner algunos ejemplos de sex-symbols femeninas de nuestro tiempo. Y no es que yo le vaya a hacer ascos a Cristo, ni mucho menos. Nunca me asustó la sangre. Pero la chica estaba convencidísima de que un tío esquelético con barbas, volando como Clark Kent por encima de nuestras cabezas, me ha elegido para que sea su dama en la boda… Yo, por si acaso, he sonreído, que según está el mundo, cualquiera le dice que no a un buen polvo.

Y hablando de polvos, la situación ha empeorado. Es que me aparto de la cuestión. Cuando he llegado a esperar mi autobús, como siempre que llego pronto, he sacado un libro que me ha recomendado una gran escritora que conozco, Alía Mateu. Si no la conocen, y si son aficionados a la lectura, la buena, les recomiendo a los dos: a ella, y a un libro que se llama “Dinero”, de Martin Amis.

Pero, como decía, me voy por las ramas. Estaba yo en la parada, cuando un grupo de veinte talibanitos del Vaticano, estos chicos de la Kale Borroka de Rouco, han llegado allí y se han puesto a cantar. Todos adorables, sentados a corro en el suelo, al lado de la parada. Ni que decir tiene que la concentración que se requiere para leer, ni por asomo ha aparecido. Porque para leer se necesita todo el cuerpo y mente. Aunque sea un bote de champú mientras uno está en el único trono en donde es verdaderamente el rey. Ah, antes de que llegaran estos, la única persona que había en la parada era una patinadora de unos diecinueve años. Morena, delgada, menuda. Vestida con un short escaso y una más escasa aún camiseta de tirantes negra. Y los patines puestos. ¿Que qué hacía una patinadora sentada en la parada de “mi” autobús? Pues sencillamente, creo que ha sido puesta ahí para que la historia tenga su gracia. Para que el obseso pornógrafo que rige el mundo se divierta un rato con una escena de seductora ambigüedad…

Yo no estaba para zarandajas, la verdad. Hoy había sido un día durísimo para mí. En el trabajo, con la familia, con Blanca… Blanca es una chica muy fácil de llevar, la verdad. Es de esas personas a las que todo les parece bien, siempre y cuando no le toques los cojones. Y yo soy un experto en saber cuándo estoy a punto de tocar los cojones a alguien. O cuando lo he hecho… Conocí a Blanca no hace mucho pero, es que es mucha mujer. La mayor parte del tiempo nos damos al ciento veinte por ciento en querernos. El resto, lo pasamos hablando animadamente sobre todo y sobre nada. Sobre nada, principalmente, porque así nos deja paso al aburrimiento, y volvemos a lo nuestro. Algún día conseguiremos tener una conversación muy seria, de esas de las parejas de película donde hablan de cosas de la casa, de los hijos… Porque Blanca quiere tener hijos, ya ven. Y yo también con ella. Tengo que tenerlos con alguien. Y creo que ella es una buena madre. Es buena como compañera, así que lo será como madre.

El caso es que estaba yo allí con la patinadora. Sin mucha conversación. Sólo un buenas noches, buenas noches. El bus es a las dos. Sí, a las dos. ¿Te importa que fume? No, yo también voy a fumar… Y ya. Pero han llegado los psicópatas de Ratzinger estos. Cantando, joviales ellos. Y ella me ha mirado como pidiendo auxilio. No hemos intercambiado más palabras, la verdad. Sólo un par de sonrisas de esas de vergüenza ajena. Yo he seguido con mi libro, releyendo cada línea tres veces, porque, como digo, para leer tienes que estar en forma. De cuerpo y mente. Y había sido un día duro. En el trabajo, con la familia, con Blanca… Esto ya se lo he contado. Vamos a lo que vamos. Ese espíritu sádico que organiza el destino me ha puesto entre la espada y la pared. Entonces me he acordado de Cristo. Mi amante bandido. Ese que se fue al desierto para no sé qué mamadas de penitencia. Y se le apareció el diablo o vaya usted a saber quién, vestido como una de esas putas de carretera. Que el hombre este, digo, Cristo, se diría algo así como, joder, en buena hora, ahora que he decidido ser santo… Pues a mí me la han puesto más o menos de la misma guisa. A mi derecha, la santidad de unos parvos cantores de Híspalis desgañitándose en aleluyas; del otro, a la izquierda, ese producto de película porno de autor setentero de Manhattan. Y me he acordado de las palabras de Rouco de esta tarde: “No tengáis miedo de ser santos”. Adivinen qué he hecho. He dejado al diablo escuchando su musiquita satánica, bailando sobre sus patines, y a los jilgueros de dios sentaditos en la parada, y me he ido al banco que hay unos veinte metros más allá, para poder seguir leyendo.

Eso sí, en cuanto he llegado a casa, le he escrito a Blanca. Aún no me ha contestado. Andará con el diablo a vueltas. Que son las fiestas de su pueblo…

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