El Siete Picos

Últimamente, mi vida es como una montaña rusa. Recuerdo la primera vez que me jugué la vida en el Siete Picos de Madrid… ¿Conocen la sensación esa en la que el carrito comienza a vibrar según va subiendo y, cuando no ven ya si hay algo más adelante, eso empieza a bajar? Todo el mundo chilla, grita, ríe, llora… Yo cerré los ojos. Gritaba y reía a la vez que todo el mundo, movido por la inercia del pánico. El pánico a morir, créanme. Los que no hayan subido al Siete Picos, de verdad que no lo saben. Pero lo sabrán. Es la misma sensación que estar metido en la mierda hasta el cuello. Y estoy seguro de que conocen o conocerán esa sensación. Porque la mitad de ustedes han estado en la mierda. Y la otra mitad lo estará, en cinco, diez años, quizás. Pero lo estará.

Esa sensación de dejarme llevar por un carrito desvencijado, a toda pastilla, por unos raíles raquíticos. En cada looping cierro los ojos con más fuerza y me aferro al carrito, como quien se agarra al asita del coche, esperando que eso le salve a uno la vida… Y ese sabor amargo de la pota llegando al esófago. Y la certeza de que voy a vomitarle al pijo de delante en plena cabezota. Él, que va tan guapo con su polo del cocodrilo, agarradito a su chica de turno. Va a acabar con una dosis extra de gomina, seguro. Una gomina cincuenta por ciento orgánica, cincuenta por ciento E-340, E-452, E-331, estabilizadores, emulgentes, jarabes, correctores de acidez y antiapelmazantes.

Esa es la sensación que me da mi vida. Últimamente, digo. Porque, para serles sinceros, no ha sido siempre así. Pero nos movemos al son que toca. Y lo que toca ahora es el vértigo. Un vértigo para potarle en la cabeza al pijo de delante. El vértigo de ver a las abuelitas con sus nietos. De saber que ellas también han chupado, lamido, follado hasta acabar tendidas, cubiertas de sudor ajeno, con lácteas máculas en esa piel que ya mudaron y que abandonaron muchos miles de kilómetros atrás, en alguna cuneta de la autopista que es su vida. Las abuelas de los niños de ahora. Las madres de los curas y monjas. Las madres de los políticos. La señora que atiende en mi banco. Incluso Esperanza Aguirre habrá tenido algún miembro ajeno en su boca. ¿No les causa vértigo? Cómo todo queda reducido a eso. A la pornografía. A hechos aparentemente inconexos, pero que toman cuerpo, forma, curvas, una vez que nos sentamos a pensar en ellos. Todo acaba siendo un paso más hacia la satisfacción personal. Por no hablar de los masturbadores profesionales. Esos que se deleitan observándose y vistiendo como auténticos pimpollos de colegios privados. Y que aún le van diciendo a uno lo bien que se la cascan. Eyaculadores de dinero. Sementales del parqué que, además, sueñan con hacerle un griego al prójimo.

Esa sensación de vértigo, de ser el único que disfrute en compañía en la soledad de una butaca de sala X, está devorándome, llevándome a donde sólo puede sobrevivir. A la caída libre, a la vibración de los raíles por donde va mi carrito destartalado. Y, todo hay que decirlo, es un gran alivio tener a Blanca a mi lado, cogiéndome la mano y gritando a mi compás. O, mejor dicho, al compás de los vaivenes del Siete Picos. Porque ese contacto humano… buff, cómo se agradece. Cuánto lo echaba de menos. Porque, aunque no lo crean, uno se cansa de la masturbación en ciertos momentos de la vida. Incluso la masturbación se puede convertir en un trabajo arduo y desmotivador. Y lo que de verdad nos hace olvidarnos a veces de que seguimos cayendo es la voz que grita al lado nuestro. Eso nos ayuda a relativizar. Pero ahí vuelve el sabor a hiel. Y veo que la echo. Me retengo. Trago. Pero el sabor sigue ahí. Y lo jodido es que, por mucho tiempo que pase entre pota y pota, uno no se olvida de esa sensación. El dolor en las costillas, el sabor amargo, las brasas en la garganta.

Blanca sigue apretando mi mano. Eso consuela, sin duda. Es como saber el momento en que todo terminará. Pero, ¿qué da más miedo? ¿El Siete Picos, o saber que termina? Porque siempre termina abajo, parando poco a poco y con una sirena ensordecedora que anuncia el fin… El Siete Picos es como un polvo mal echado. Y así es mi vida en estos momentos. Me paseo como un alma en pena, como un vagabundo en un páramo. Anhelando los tiempos de masturbador profesional, olvidando que, al menos, tengo una mano que se aferra a mí, que me aferra al presente. Que evita que olvide que, dentro del carrito, no estoy solo. Pero, lo peor, lo peor de todo esto, es que el perfume del pijo de delante me está matando. Al final le poto, sí. Ahí va... Ya está.

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