Alía Mateu

Ella es joven. Más joven de lo que aparenta su mirada y menos de lo que dicen sus manos. Sus ojos de mirada profunda, casi con su propio centro gravitatorio, te obligan a clavar tus pupilas en las suyas; mientras, ella, despreocupada, se encarga de conquistarte sin excesos. Tan sólo con su sonrisa infantil y sus gestos frescos, casi torpes. No para de hablar casi nunca. Pero cuando escucha, tengo la impresión de estar en el examen final de alguna asignatura para la que no he estudiado. Porque ella escucha con todo el cuerpo. Su atención se aísla en uno, como si necesitara parar el tiempo para lograr concentrarse. Pero lo consigue.

Sin embargo, ahora, no está escuchando. Tampoco está hablando. Al menos, no en voz alta. Está leyendo una de esas ediciones de saldo en las que, de forma anárquica se aglutinan dibujos, fotografías y textos a la vez. Está fumando pero la lectura la sumerge tanto que de vez en cuando la ceniza cae de su cigarrillo, al suelo. También cae su cabello sobre su cara. Un cabello rojo, largo, brillante. Le cae como un telón bermellón sobre la escena que es su rostro. Un rostro magnífico, plagado de pecas, de donde nacen gestos y muecas continuamente; quizás no sea una escena. Es más bien la pantalla de un cine de los de antes, con películas mudas y piano en directo. Sólo que su música, ahora, no la pone ella.

Va pasando las páginas sin percibir que la observo. Sigue leyendo y, de vez en cuando, su boca dibuja una sonrisa; yo sonrío con ella.

Creo que ahora sí se ha dado cuenta de que estoy mirándola. Pone su dedo índice entre las páginas del libro, marcando un fin al momento que empieza; como queriendo dejar claro que va a seguir leyendo. Entonces, me mira, me besa y me dice:

“No me mires, me pones nerviosa.”

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